Thursday, August 29, 2013

Presentación Modo linterna, de Sergio Chejfec

El texto con que Sandra Contreras presentó Modo Linterna de Sergio Chejfec, en Oliva Libros.  Rosario, jueves 4 de julio de 2013


Del libro de Sergio Chejfec que hoy presentamos y que, a falta de una imagen mejor podría describir por el momento, aunque probablemente después me refiera a las dificultades de su aplicación en este caso, como una colección de iluminaciones profanas –de personalísimas y heterodoxas iluminaciones profanas-, me atrajo de inmediato su título: Modo linterna. Tal vez porque presentía allí de entrada la expresión de una de las síntesis probables de esa larga exploración que el mundo imaginario de Chejfec viene desplegando sobre sus posibles vínculos con la técnica; o porque, más precisamente, me parecía percibir allí un indicio de que ese vínculo estaría fundándose en unos usos desviados, o secundarios, o suplementarios, de los artefactos que se tienen a mano, usos en los que se intuye algo de desacople y también el recurso a auxilios provisorios en situaciones de emergencia.

Pero apenas comencé a leer el primer relato, y luego el segundo, aparecieron con fuerza, definiendo de inmediato su atmósfera envolvente, imágenes de luz superpuesta a la oscuridad: estaban ahí los “paisajes de ventanas iluminadas e insomnes que se distinguen en los edificios a oscuras mientras un auto avanza solitario y rodeado de sombras por las calles de una ciudad dormida; o, por ejemplo, la extraña hilera de aviones pasando por la noche de Donaldson Park, como “cabinas encendidas de un gigantesco sistema funicular”, que resaltan los “macizos de oscuridad” formados por los árboles.

Recordé entonces la impresión que 20 años atrás me había provocado el cuadro en el museo y pensé enseguida que el modo linterna de Chejfec podía ponerse al lado de las dos luces de Magritte, contiguo a esa simultaneidad del cielo diurno con la noche cuya incoherencia, convincente sin embargo como una evidencia, nos pone de manifiesto, al cabo de unos segundos de mirar la escena, y como un cuerpo extraño, la luz eléctrica del farol. Claro que lo insólito del encuentro, que el absurdo del surrealismo pone de manifiesto, a través de sus dibujos marcados, para hacer visible una grieta en la representación, es un efecto por completo ajeno a la percepción y a la sensibilidad de esta literatura. ¿Chejfec surrealista? Sería un disparate. Pero el poder de asombro y de admiración que Magritte encuentra en la evocación del día y de la noche y que designa con el nombre de poesía, así como su poética de la pintura como medio para revelar ideas, siempre que la idea se haga visible “preservando la provocación irresistible del misterio”, me habilitaba o, mejor, me invitaba a sostener, al menos a conjeturar durante un rato, la hipótesis de una contigüidad, de una vecindad, entre esos dos paisajes mentales. Así procede después de todo, me decía, el arte de Chejfec: por suscitación de encuentros empáticos. La frase que el ensayista había subrayado unos años atrás para pensar el brillo en la oscuridad de Di Benedetto, y que decía: “Era la hora secreta del cielo: cuando más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira.”, parecía resonar en la serie como una confirmación.(1)

Con todo, el tercer relato, del que procede el título del volumen, revelaba que el modo linterna se refiere a la luz –“minuciosa y abstracta”, piensa su portador- con que el celular del teólogo ilumina una placa entre las semisombras del segundo subsuelo del Crematorium, para que el narrador pueda tomar la foto del lugar último y duradero de Saer, y cerrar el círculo. No se trataba entonces del misterio de las dos luces –aunque el hecho de haberme enterado, después, de que los juegos infantiles en el cementerio, con su exploración de criptas sombrías y posterior ascenso a la superficie, fueron la ocasión para que la imagen de un pintor entre columnas semiderruidas y cúmulos de hojas caídas le sugiriera vagamente a Magritte la idea de la pintura como un elemento cargado de poder de revelación, me hace dudar de desechar tan ligeramente la intuición de la empatía. No se trataba entonces, decía, del misterio del imperio de las luces sino, quizás de un modo más prosaico, del bonus track de la tecnología que salvaba a la visita de naufragar, dramáticamente diría el narrador, en el peor de los fracasos: la imposibilidad de proceder a la documentación. En este sentido, y como efecto de una serie de desplazamientos sucesivos (la linterna, de por sí un sustituto de la electricidad, que aquí funciona como un uso agregado de la pantalla), el auxilio casi providencial de esta luz de emergencia funciona en la escena menos como la afirmación de una relación finalmente positiva con la técnica que como una iluminación oblicua del vértigo retrospectivo que condensa el drama potencial contenido en el percance, y que, por extensión, tiñe de provisoriedad y de contingencia no tanto a la luz artificial que lo facilitó como al documento mismo.

Y es que éste es uno de los centros de gravedad, en el sentido de un polo de atracción, del volumen: el giro documental de la narrativa contemporánea en “modo Chejfec”. Un modo que, aunque el gusto cada vez mayor por “los libros en que la vida se muestra sin interferencias” se profese como una opción últimamente casi excluyente, remite, creo yo, más que a una vocación, a una urgencia. El novelista documental de Chejfec no es tanto el que escribe para documentar (de hecho el desprecio por las novelas basadas en hechos reales lo define), sino el que, como escritor o como lector y testigo, admite que “de un tiempo a esta parte” necesita, inapelablemente, de unos objetos auxiliares –unas fotos, unas guías telefónicas o unos lugares físicos que respalden las direcciones de esas guías- como métodos de prueba de la ficción. Más que una vocación, una ansiedad documental. Una ansiedad que, producto de una hipotética interpelación –el temor de que “alguien le pida cuentas” y lo acuse de inventar todo lo que escribe-, termina señalando al documento como conducto de salvación. El documento, entonces, como salvataje ante la creciente “sensación de disolución”, ante ese “borde de extinción” hacia el que “la literatura sigue deslizándose” y del que las sillas vacías de unos escritores en la feria serían una de sus últimas señales. El recurso al documento, también y por consiguiente, como índice del poder –y del interés- que ha ido perdiendo la ficción (la obsolescencia tiene siempre en Chejfec la forma de la pérdida de interés, del abandono d atención)

Pero una literatura que no cesa de apelar a los auxilios de emergencia, dispone o, mejor, se inventa, otros expedientes de supervivencia. Así, el disimulo como arma privilegiada para preservar el secreto. En unos relatos en que los personajes se sienten cada tanto “los únicos actores de una obra que no alcanzan a precisar” y en los que el paisaje se convierte una y otra vez en escenario –así, los andenes, trenes, señales, operarios y pasajeros que “parecen sumarse a una desganada puesta en escena” en el subterráneo, o la ciudad que “parece plegada a una impostura deliberada y escénica” de vacío y soledad-, el subrayado teatral, que la literatura de Chejfec viene explorando desde hace unos años y que tiene en La experiencia dramática su modulación específica y más reciente, se convierte en Modo linterna en un postulado hipotético que funciona, no como marco para una exhibición, sino como reconocimiento de la situación en la que somos o podríamos ser observados (el miedo a la examinación como una variante del miedo a la interpelación). Si el narrador de Baroni creía entender que la tensión escénica de las performances de Rafaela transitaba a través de las miradas como vías por donde circulan los flujos de energía, y el de Mis dos mundos veía en los cuadros de William Kentridge el trazo del recorrido de las miradas de los personajes como proyección compensatoria de unos raros comportamientos visuales, el cansancio con que el Martín Fierro contemporáneo de Chejfec, atrapado en el juego silencioso de luces y reflectores, se pliega a un nuevo simulacro prueba que no hay artilugio festivo en la adopción de esta condición escénica –más bien hay en ello una mortificación y hasta una condena- y pone el foco en la exposición muda como única vía posible de transmisión de la experiencia en tiempos de biodrama y teatro documental.(2)

En otra frecuencia, hay además, y en esto reside para mí uno de los mayores encantos del volumen –digo encanto en un sentido literal-, unas escenas en las que el flujo de energía transita en esa rara comunidad que se entabla entre el escritor y unos objetos o unas materias, digamos unos “seres”, revestidos de una poderosa fuerza de atracción o de interpelación. Al otro lado de los animales, que esta vez ofician como interlocutores fallidos, unos objetos solitarios funcionan aquí, con el “resto insondable de los talismanes”, como el enclave de una creencia, de una manifestación, de una revelación. Y el escritor, hipersensible a las señales “intrigantes” que pueden emitir la tierra, o los ruidos de un hospital como resonancias de una “actividad colectiva pero secreta”, se dispone a la hipnosis, a la contemplación difusa, o a la ensoñación meditativa que puede llegar al extremo de creer que está siendo observado, y examinado, por la nieve que él mismo está en trance de contemplar. Sí, es la cualidad aurática que dota a la materia de la capacidad de devolver la mirada y que en Modo linterna es contigua al halo de vida propia que irradian a su alrededor sus formas antropoides, esos muñecos que se esmeran por parecer vivos y con los que a su vez el escritor y los pares de su cofradía entablan una sinuosa relación.

Pero hay otros dos objetos, tan simples y elementales como extraordinarios, que en el comienzo y en el final del volumen subrayan o enfatizan eso que el narrador llama “una extrema sintonía” con el mundo material y se vuelven así el soporte de una “experiencia de plenitud” o de un éxtasis de “comunión”. Son dos papeles, más bien dos papelitos -una bolsa de papel de estraza, abollada, que se recoge del suelo como un residuo, y un pequeño papel blanco, la mínima parte de una hoja despedazada a mano, que cae desde el cielo como “un proyectil inocente pero dirigido”- que el escritor recibe y acoge como los representantes inertes en miniatura que, como un pliegue diminuto, como una ínfima pieza de rescate, o como una minúscula partícula de protesta, le envían la geografía de un país, o la realidad, o la luna abandonada, que así se eligen manifestarse. ¿El escritor como intérprete de las señales del mundo material? ¿El escritor como destinatario de una revelación, finalmente como un medium? Es lo que estamos tentados de decir, empujados por el arrebato de plenitud, por esa “densidad de la experiencia” que se proclama como preámbulo de la escritura. También cuando los objetos resplandecientes de Chejfec nos traen a la memoria aquella hoja que, despojada ya del poema y convertida en puro objeto radiante de peligro, el Matemático doblaba en cuatro y conservaba en el bolsillo del pantalón como “prueba inequívoca de la mañana en que se encontró con Leto en la calle principal y caminaron juntos hacia el sur”. Solo que si la hoja en blanco de Glosa es pariente, por el resto aurático de poema que conserva, de las epifanías estéticas intermitentes que jalonan la caminata, la bolsa abollada en el ascensor de Caracas y el papelito lunar que cae en la calle de Scranton se presentan como los delegados de unas revelaciones que, entre el esoterismo ocurrente y la clarividencia fallida, parecen provenir de un orden previo, como arcaico o más antiguo, que muestra sus potencias de vida en un mundo a punto de extinción. Por esto, es probable que no sea la epifanía –en el sentido joyceano, saeriano- la forma última, o acabada, de esa “extrema sintonía” que acontece en la manifestación. Lo intuye, por lo demás, el narrador cuando presiente, por ejemplo, que la proposición insólita y extravagante que se le ocurre, mezcla de observación empírica y revelación imprevista, lo lleva a ignorar, literalmente, “qué es lo que se está diciendo a sí mismo”. Y por esto, tal vez, la artista popular venezolana, maestra del trance y testigo de lo invisible, es casi la única interlocutora posible para la pregunta sin respuesta que el escritor, devenido de este modo menos el intermediario de un mensaje que la superficie de una refracción, repite: “¿no puedes decirme lo que has visto o simplemente no me has visto?”

Ahora que lo recuerdo, iluminación profana es la categoría que Benjamin usa para valorar la capacidad que tiene el método surrealista de superar creadoramente la iluminación religiosa y de hacer estallar, según una interpretación de los signos de inspiración materialista, las fuerzas que se alojan en el mundo objetual; por extensión, el instrumento que traslada a la historia para interpretar el mundo moderno y sus
fantasmagorías: la ciudad, la arquitectura, los pasajes, la fotografía, el cine. Nada de todo esto, hay que decirlo, sucede estrictamente así en la colección de relatos que, en las postrimerías del siglo XX y comienzos del XXI, se ponen en modo linterna para captar la “belleza melancólica” de instalaciones desoladas y panoramas abandonados, al mismo tiempo que se exponen, como lo testimonia cabalmente Fierro en el teatro, al misterio de una nostalgia indefinida, como indecisa, que ahora “no sabe exactamente a qué zona del pasado adherir”. Algo, sin embargo parece concernirles. Tal vez, la inclinación por la interpretación histórica de ese caminante que conecta ciudades con montañas, naturaleza con cultura, arte con artesanía. A decir verdad, no se le podría negar inspiración materialista. Aunque es cierto también que tendría que encontrar un muy buen argumento, como esos que imagina todo el tiempo el pensamiento conjetural de Chejfec –dicho lo cual me doy por vencida de antemano-, para establecer los nexos de estas iluminaciones profanas con, por ejemplo y si queremos ser estrictos con la ascendencia benjaminiana del concepto, las fuerzas de la emancipación. La mayor dificultad para sostener la hipótesis, sin embargo, podría residir tal vez en lo obsoleta que puede sonar hoy la herramienta conceptual. Me conformo mientras tanto con pensar que el vocabulario demodé quizás no vaya del todo mal con un escritor que se expone como “uno de los últimos rezagados absolutos en la carrera diaria por adaptarse a los avances tecnológicos” y con una literatura que se sabe en trance de sobrevivir.


(1) Ver “Sobre el brillo en la oscuridad
(2) Como una nota a pie, no quisiera dejar de decir que las dudas del Fierro “deshaciéndose en la historia” ante el eventual efecto práctico que podría tener el relato y su testimonio de experiencia, me hizo pensar, otra vez, en la vecindad que podría reconocerse entre la enrarecida poética documental de Chejfec y el modo con que Fauna, de Romina Paula, logra inquietar los presupuestos que hoy damos rápidamente por sentados en relación con el documentalismo en el relato. Sobre todo, me hizo pensar en esa escena en que el hijo, como si dejara de ser Santo, el personaje, y fuera por un segundo Esteban Bigliardi, el actor, le pregunta a la actriz, muy directamente: ¿pero para qué querés contar la vida de Fauna?, a ver, ¿para qué querés contar una vida real? La alta dosis de autenticidad en el interés con que se formula, vuelve a esa pregunta una genuina interpelación que logra desestabilizar por un segundo nuestras prácticas y valores, instalados.

Friday, May 24, 2013

Atractor Extraño

Por Nicolás Maidana.

En los bordes de la literatura argentina reciente sobreviven, sigilosas, ciertas obras que se animan a erigir su pequeño gran proyecto secreto. Pero aunque parezcan microscópicas, solapadas bajo el flujo inabarcable de publicaciones, aquello que osan murmurar desde afuera consigue filtrarse en el interior de esa coraza autosuficiente que simula ser la literatura argentina. Es el caso de los libros de ficción de Carlos Ríos -tres “novelitas” hasta la fecha: Manigua, Cuaderno de Pripyat y el inconseguible A la sombra de Chaki Chan-, los cuales interpelan a la literatura desde una suerte de exilio artificial, un medioambiente alejado de las obsesiones recurrentes con que nos vino acostumbrado la ficción argentina reciente: las variadas formas de neorrealismo suburbano o las poéticas epigonales de los herederos de César Aira (dos ejemplos más o menos reconocibles). A diferencia de aquellos excedentes contemporáneos, la novelística de Ríos irrumpe en el horizonte para oxigenar un poco el panorama a través de otra clase de topografías, otras marginalidades; muy lejos del exotismo aireano (cuyos libros, uno sobre otro, a través de las décadas, se impusieron con la soberbia del que reclamaba para sí un lugar central en el canon, Olimpo del que parece inamovible). Por el contrario, la literatura de Ríos hace existir cuidadosos objetos experimentales. Tal vez sólo con la intención de circunscribir pequeñas zonas, mínimos habitáculos en el interior del cual eso que todavía llamamos ficción pudiera malearse con docilidad.

En el caso concreto de Manigua, asistimos a la travesía de Apolon en busca de una vaca sagrada con el fin de honrar el nacimiento de su hermano, escenificada en un África fantasmagórica, primitiva y apocalíptica al mismo tiempo -trayecto que nos es referido a través de una voz que va alternando entre la primera y la tercera persona-. Una topografía delirante plagada de leyendas, de éxodos tribales, de formas de vida antropológicamente localizadas (kikuyus, kambas, hombres-hormiga, etc.), de fragmentos de ficción que de repente asumen unprotagonismo absoluto (como un primer plano que amenazara con impregnarlo todo: aquella cabeza de roedor gigante que desentierran los ocupantes del autobús en el medio del desierto) sólo para esfumarse tiempo después (la misma cabeza de roedor gigante, esta vez atada al techo de un autobús que se va hundiendo poco a poco en el pantano), son parte de una maquinaria narrativa que evoluciona a través de destellos, como intensidades puras propagándose por el mismo espacio literario que las propicia.

Los ojos van recorriendo esas superficies compuestas por diferentes temporalidades y voces al tiempo que absorben esa escritura lacónica, exacta, que a diferencia del estilo “científico” de Mario Bellatin (con el que, indefectiblemente, se lo ha comparado), no disimula su matriz poética. Por el contrario, la ficción en Ríos se permite hacer evolucionar la frase siempre un poco más allá, hasta que va diluyéndose, como si se deshidratara en mojones episódicos. La arquitectura fragmentaria con que está organizado el libro (una serie de bloques numerados, elípticos), propicia, creo, esa tensión necesaria entre la pulsión atemporal, mítica, de la frase y el carácter autosuficiente de los párrafos, cuya concisión permite circunscribir la lengua y activar esa suerte de chamanismo desmesurado con que la ficción, en algunos momentos privilegiados, no cesa de aparentar que poetiza:

“Mi hermano es una especie de lente a través de la cual se filtra la vida en el desierto, allí donde la magia se ha retirado por ausencia de bosques. Sin su vida, sin sus arrebatos orgiásticos, sería imposible descifrar el mundo y penetrar en el aceite de su gran ilusión”.

Lo vemos, ese fragmento, a pesar de que no sepamos de donde viene ni adónde va, evoluciona hasta ir confundiéndose en una elegía misteriosa, artificial y un poco disparatada, en donde, por supuesto, la frase clave, la que justifica y cristaliza el sentido del fragmento es “aceite de su gran ilusión”, expresión que ilustra con justeza lo singular de esa lengua menor que construye la novela: un compuesto de deshechos, de aleaciones extrañas. Pero a medida que se acumulan los capítulos, uno comienza a interesarse cada vez menos por la suerte de Apolon en busca de la vaca sacrificial y lo que comienza a asentarse es otra cosa: la extraña impresión, mientras leemos, de estar habitando una escenografía, o mejor dicho, una especie de parque temático cuyos lugares, acontecimientos y personajes fueran inventándose sobre la marcha (como ocurre, de forma privilegiada, en la literatura de Cesar Aira, pero restringido a su modo particular, ritualístico). Y al mismo tiempo, la sensación de que esa geografía móvil, expansionista, también estuviera ensimismándose, plegándose sobre sí, a la manera de un loop que retornara cada tanto sobre sus propias obsesiones. Y es así como Sao José dos Ausentes, la ciudadela en donde transcurren la mayor parte de los sucesos, es perdida, es reencontrada, ¿es la misma? ¿Es otra? Donise Kangoro, centro secreto, oráculo anémico, desaparece y aparece todo el tiempo, cambia de función, su naturaleza es sospechosamente ubicua... De modo que esa temporalidad difusa, circular, ese modo recurrente y a la vez digresivo, que actúa bajo el antifaz de una supuesta ficción antropológica, obliga a pensar en el carácter performático de esa narrativa, como si su verdadera naturaleza (o su verdadero comportamiento) se tratase menos de una serie de operaciones para afirmar la autonomía literaria, que de una instalación en el interior de la cual la novelística (en el sentido en que lo piensa Cesar Aira en La luz Argentina: “...yo entraba en la novelística”) deambula todo el tiempo, rastreando zonas de consistencia que la justifiquen: la excusa filial, “el trayecto del héroe”, la vaca para honrar el nacimiento del hermano, la concisión estilística, estructuran la novela, pero no la definen. La ficción, en realidad, parece estar deseando otra cosa, como si tuviera que aguantar todo el tiempo la pulsión interna por salirse de la literatura, por contagiarse de las experiencias que la exteriorizan. Si uno recorre la novela de forma transversal, se dará cuenta de que el universo ficcional, que en un primer momento parecía adoptar la naturaleza atemporal del mito, se va poblando de celulares, de brigadas humanitarias, de ONGs y de cercos sanitarios salidos de algún oscuro documental de cable; de realidades periodísticas crudas y pedestres -en uno de los capítulos irrumpe arbitrariamente una discusión televisiva sobre “si los clanes van a declarar como legal el consumo de carne humana”-, de ciudadelas fantasmagóricas hechas de un compuesto de cartón y plástico -la villa y el supermercado-. Es decir, vamos presenciando, poco a poco, la emergencia de una ficción contaminada, como atravesada de forma constante por los deshechos del capitalismo más arrasador (como si la literatura diera cuenta de aquella frase de Ricardo Piglia: “la ficción sólo es posible sobre las ruinas de la realidad”), fabricando ese cuerpo extraño al que por falta de otros términos seguimos denominando “novela” (novela swahili sugiere, tímidamente, el título). De ahí que siendo extremadamente literaria, Manigua, sin embargo, instale la sospecha de no ser completamente literaria. Una ficción porosa, que deja pasar, que tiene la capacidad de imantar y atraer al interior de sí una cantidad de fenómenos que le son adyacentes, que no le pertenecen del todo, que están como con un pie adentro -la literatura- y otro afuera (¿el mundo, los medios, la cultura, o todo eso junto que constituye el imaginario trash de nuestra época?) Así, al arribar a los capítulos finales se devela esa, su verdadera matriz, oculta bajo los arrebatos fantásticos: la de una representación, o mejor dicho, una performance, un acting público creado para la ocasión: Apolon y su hermano agonizante, en realidad eran actores, perfórmatas guiados por un director-antropólogo. De modo que lo que habíamos leído, la historia del africano, Donise Kangoro, la hija, las ciudades que se deshacen en la palma de la mano, etc... ¡En realidad había sido representado, nos había sido relatado; habíamos asistido, como espectadores tensos, cuando creíamos leer!

(Y en un tercer nivel, en el último capítulo, nos damos cuenta, además, de que los acontecimientos fueron relatados por Apolon para un documental etnográfico, pero esta vez con el signo invertido: un Apolon envejecido nos cuenta un Sao José dos Ausentes como oasis turístico, una utopía del capitalismo en el medio de África, antes de la disolución final)

De modo que experimentos como el de Manigua (y de una manera aún más conceptual, Cuaderno de Pripyat) transforman la novelística en un objeto hipersensible, altamente vulnerable a los impactos del mundo; y no es casual que esta clase de ficciones adopten la forma de la distopía. Pero si, y solo si, le anexamos a esa etiqueta contemporánea las temporalidades primitivas, atávicas, con las que, al mismo tiempo, sueña nuestro presente.

Tal vez por esa, (y por otras razones, por supuesto) ese pequeño librito de sólo sesenta páginas sea el secreto mejor guardado de la década, una suerte de estado de excepción literario que parece delinear, como un grabado, el límite exterior de la literatura argentina escrita en nuestros días.