Friday, June 05, 2009

Primeras páginas (V)

Antuca (novela)
de Raúl Castro

Miro los destellos de agua, el temblor de los reflejos, las ondas que se cruzan y bailotean, y es una red tan intrincada como mi memoria, tan impenetrable y misteriosa.

El muelle de madera podrida cruje siempre, con una queja monótona y vacía.

Así paso las horas y los días mirando el agua marrón, con olor a barro fermentado, a junco y a pescado.

Paso las horas y los días esperando mi nombre. Esperando que se abra ese telón pesado que me separa de mis recuerdos, y sepa quién soy. Que me diga quién carajo es este tipo que está sentado en este muelle crujiente de madera podrida, mirando el agua.

Mi historia termina del otro lado de la isla, donde los naranjales se encuentran con el río Luján, donde los camalotes se enganchan en el recodo de la orilla.

Allí me recogió Roberta y me arrastró por el yuyal y el colchón de naranjas caídas, me cargó por la escalera de troncos hasta la casilla y me dejó en su catre, como si hubiera pescado un hombre.

Roberta dice que hervía y que hablé mucho pero que no entendió lo que decía, que más bien era un lamento o un llanto, y que a veces me retorcía como un animal maniatado que estuvieran marcando.

Eso decía Roberta, y es toda mi prehistoria. A los tres días desperté violentamente, me sorprendí sentado sobre un catre, en una casilla precaria, con una mujer maciza, de cara aindiada, pómulos fuertes, pelo lacio y tez muy oscura, que me miraba desde un rincón, sentada en una silla de mimbre.

Dice que me sacó del río enredado en las ramas de un camalote, con las manos atadas con alambre de enfardar. Todavía tengo marcas rojas en las muñecas y heridas en el cuerpo que parecen quemaduras, y un horror impreciso y lejano que se mueve atrás de la niebla, más allá del naranjal.

En mi historia, por lo menos la que recuerdo, dependo de Roberta.

Los primeros días, cuando yo andaba receloso y sin ganas de vivir esa vida que no entendía, me alimentó, contra mi voluntad, con sopa de pescado y curó mis heridas con un líquido verde y pegajoso que preparó en un mortero.

Me ayudó a bajar la escalera para llegar a la letrina que está al pie de la casilla y me acompañó hasta el río para lavarme.

Siempre en silencio.

Roberta es de muy pocas palabras, pero un día, cuando mis músculos ya se habían tonificado, mis piernas me mantenían y mis brazos podían abrazar, me dijo: –Bueno, ahora sos mi hombre.

Hicimos el amor en el piso de madera de la casilla.

¿Por qué recuerdo el nombre de las cosas?

¿Por qué puedo hablar y expresarme y al mismo tiempo no recordar quién soy?

Hago chasquear un junco sobre el agua, rítmicamente, como queriendo romper la trama plateada que me separa del pasado.

Esperando una señal, un signo, alguna imagen que me permita reconstruirme.
No sé mi nombre ni mi cara. No hay espejo. Roberta dice que había uno y se rompió cuando la creciente se llevó a su Pedro, y que a ella no le interesa perder tiempo mirándose.

Mi cara se destruye en el agua del río.

La piel tiene memoria. Envuelto en Roberta me estalla el pasado como un fogonazo, como un pozo de aire.

Otras pieles, otros cuerpos, imágenes fragmentadas que trato de reconstruir pero que escapan como un sueño censurado.

Sus brazos me rodean para calmarme. Los mismos brazos fuertes que me cargaron cuando estaba medio muerto, pueden llevarme hasta mi pasado, creo.

Hoy descubrí que tengo ciertas habilidades. Arreglé el gasógeno.

Es un colector de gas de los pantanos muy primitivo. Dos tambores enfrentados que se desplazan uno dentro del otro con agua en el de abajo, acumulan el gas que asciende por un caño clavado en el suelo hasta dos o tres metros de profundidad. Hay tanta materia orgánica en descomposición que este sistema colecta el gas suficiente para un uso diario moderado. Desde que a Pedro se lo llevó la correntada no funcionaba y Roberta cocina con leña abajo de la casilla.

Roberta cree que ahora las cosas están en su lugar. Piensa que me voy a quedar con ella y que de alguna manera le pertenezco.

Yo miro el río. Sé que un día me iré por ese río, pero quisiera primero encontrar mi memoria, saber qué soy.

Roberta dice que si los que me tiraron al río saben que estoy vivo me van a venir a buscar, y creo que tiene razón.

–No es bueno que se esté en el muelle cuando pasan las lanchas –me recuerda.
Pienso que ella sabe más de lo que dice, y por ahora, hasta que mi memoria no se aclare no tengo más remedio que hacerle caso.
Pero es en el agua donde busco mi memoria. En ese tramado brillante espero que se forme alguna imagen de mi pasado.

–Hoy viene José –me dice–. Ni bien escuche el ruido de su lanchón, se mete en la casa y no se asoma.

Digo que sí, como un chico obediente.

–¿Fuma? –me pregunta, con el ceño fruncido.

–Negros –le digo, recordando.

Estoy escondido en la casilla, mirando por una ranura entre las tablas, porque llegó José.

Según parece, una vez por mes atraca su lanchón en el muelle y carga bolsas de naranjas, pieles de nutria o frascos de mermelada. Después negocia con Roberta. Es una larga discusión que termina pareciendo un juego de picardía, del que ninguno de los dos parece salir conforme. Pero José tiene las de ganar, porque trae de todo en el lanchón (yerba, azúcar, aceite, bebidas, cigarrillos, revistas) y como se basa en el trueque, se maneja más por las necesidades que por el costo real de la mercadería.

Cuando el lanchón de José se va, ayudo a Roberta a cargar las provisiones.
Entre las bolsas hay un cartón de Particulares y una botella de ginebra. Le agradezco con la mirada. Ni sonríe. Insondable.

Roberta es más misteriosa que mi memoria. Impone distancia, y un natural acatamiento.
Se mueve con majestuosa dignidad como si la casilla fuese una mansión y el fangal con olor a junco podrido un parque.

Me gusta verla trabajar. Su cuerpo voluminoso pierde densidad, y sus movimientos son livianos y eficaces, con esa solvencia de quien conoce bien el lenguaje de la materia.

La necesito.

Andar sin memoria es andar sin paredes. Estás desamparado y torpe, sin referencia. Sentís vértigo, y en algunas ocasiones la angustia te paraliza. En esos casos me acerco a Roberta, camino tras de ella como un perro porque mi mundo está solo dentro de su cono de sombra.

Reconozco su olor, sus deseos, algunos pensamientos, lo demas en Roberta es misterio. Un misterio de sombra húmeda, de presagio.

Estoy en la casilla pensando estas cosas, mientras ella anda por afuera, siempre en movimiento, siempre haciendo algo.

Cae la tarde y la luz en la pieza se vuelve irreal. Los últimos rayos del sol que filtra el sauce, pasan por el ventanuco y se reflejan en la madera rojiza y la luz parece un polvo leve que va cubriendo las cosas.

Estoy sentado en el sillón de mimbre, embargado de color y sombras, como mirando un viejo cuadro. Un cuadro visto muchas veces pero al que siempre se le encuentran matices, detalles, algún magnifico golpe de pincel.

Entra Roberta y se sorprende. Me imaginaba en el muelle, como siempre, esperando mi pasado.

–No se mueva –le digo–. Mire un poco más hacia la ventana.

Me hace caso.

La luz marca sus pómulos, la fuerza de sus rasgos, su belleza dura. Quiero tener una paleta y pintarla. Mis manos se acuerdan de pinceles y espátulas. Siento el olor del aceite y los pigmentos.

Recorro su figura detalle por detalle como si la viera por primera vez, tomándome todo el tiempo.

Ella sigue ahí, estática y majestuosa, dejándose mirar.

–Sáquese la ropa, Roberta –digo con seguridad, y es la primera vez que le doy una orden.

Se quita la bata y la deja con cuidado sobre el catre.

–Vuelva a la posición que estaba. Mire un poco más hacia acá.

Nunca había visto su cuerpo desnudo. Cuando hicimos el amor siempre era oscuro, siempre una tarea nocturna.

Ahora su cuerpo esta aquí, potente, absorbiendo la luz amarillenta.

Los brazos musculosos cuelgan inertes y la punta de sus dedos tocan apenas la tela del calzón que cubre su abultado vientre y sus carnosas nalgas. Los muslos bajan macizos como columnas de bronce, como seguras pinceladas de amarillo sobre marrón.

El pasado mordisquea mis entrañas. Gotas de sudor me recorren la cara y gotean por mi mentón.

–Sáquese el corpiño, Roberta.

Obedece. Sus senos se vuelcan, generosos, amplios. Los pezones erguidos color rosa morado sobre el amarillo. El toque de espátula. El temblor del óleo en la sombra del seno. El olor a aceite y a transpiración.

–Sáquese todo.

Afloja la cinta que le ciñe la cintura, y se baja el calzón. Lo hace despacio y con seriedad.

Le pido que se ponga en cuclillas, que se lleve la mano derecha a la nuca y que apoye la mano izquierda en el suelo. Su rodilla se flexiona y su espalda se curva hasta que los pezones tocan sus piernas.

La realidad tiene la textura del óleo. La luz en Roberta se vuelve profunda y vigorosa, y el amarillo enrojece en las sombras, en los rincones húmedos, en los pliegues oscuros de su cuerpo.

De pronto me veo como en un espejo, frente a esa mujer en cuclillas, con un pincel en una tela imaginaria.

Escapo de la casilla porque siento un vacío que me traga. Corro hasta el muelle. Hasta el límite de mi realidad, donde comienza el agua de la memoria, los brillos indescifrables.

Estoy llorando.

Me siento sobre los troncos podridos y enciendo un cigarrillo.

Mientras fumo, anochezco con el río.

Miro hacia la casilla. Roberta encendió el sol de noche y está escamando un surubí para la cena.

Wednesday, February 25, 2009

Condición de las flores, de Mario Bellatin

Por Ariel Schettini

Para negar la sentencia que diagnostica que los argentinos somos pedantes y altaneros, contamos con una serie (estoy tentado de decir: un ramillete) de visitantes ilustres que han apostrofado a los argentinos de modos diversos. No me refiero a los ya célebres “viajeros del siglo XIX” –aunque podría incluir en esta lista a los “naturalistas” (porque algo de naturalista hay en la obra que nos convoca), sino a aquellos que durante el siglo XX no han cesado de hacer de esta pobre patria un hogar que demandó de ellos epítetos y exhortaciones, títulos y advertencias.

En el año 1932, Borges adjudicó la autoría de la definición del efecto geográfico astronómico de la pampa (la vastedad del horizonte) a uno de los tantos “visitantes ilustres” de Victoria Ocampo, Pierre Drieu La Rochelle. En su paso por Argentina, antes de su “conversión” al nazismo, dijo la frase que es relatada por Borges así: “(...) recuerdo que salimos a caminar por los arrabales de Buenos Aires. No sé si era por Chacarita, por el puente de Alsina, por Barracas, no recuerdo bien dónde, pero de pronto sentimos la gravitación de la llanura. Habíamos dejado las casas y estábamos entrando en el campo, entonces Drieu dijo una cosa que no recogió en ningún libro, pero que es la definición de la llanura, que todos los escritores argentinos hemos buscado, con la cual no hemos dado. Fue necesario que aquel normando viniera y nos la dijera. Dijo: ‘Vertige horizontal’, es la expresión magnífica (...)” (Revista Sur, Nro. 349.)

No muchos años después, en una de sus conferencias en la Universidad de La Plata, Ortega y Gasset, otro visitante ilustre, nos calificó de modos varios (en todas sus versiones uno podría decir que eran formas educadas y finas de decir que los argentinos eran haraganes…). Pero lo hizo con un argumento de la “Geografía Humana”: Ortega miró la vasta llanura pampera y percibió que en esa inmensidad que se hundía había algo de la idiosincrasia argentina: la idea de un país cuyo valor consistía en ser una pura promesa que jamás se habría de realizar. Como Ortega y Gasset era filósofo, creyó que una palabra suya era suficiente para cambiar ese destino ya trazado en la orografía y decidió poner manos a la obra y hacer del relieve pampeano un desafío que su sola voz habría de transformar como un terremoto: “Argentinos, a las cosas”, rezó, para la sabiduría o el misterio nacional.

Seguramente hubo otros, pero hoy me preocupa agregar uno más a la lista: la semana pasada, invitados por la Fundación que dirige Arturo Carrera, un grupo de artistas e intelectuales fuimos a conocer el proyecto de Estación Pringles. Conocimos la Estación de Quiñihual, donde pronto habrá una residencia de artistas, que en el medio de la pampa podrán ver florecer su obra, protegidos por la hospitalidad de otros artistas. Allí, Arturo Carrera confrontó a Mario Bellatin con el Paisaje chato, uniforme e indudablemente rico, y el Autor de Condición de las flores dijo su frase para el bronce.

Ajeno a la historia de extranjeros que lo precedían, dijo aquello que los argentinos esperan que se diga cuando se coteja a un foráneo con esa rareza del relieve pampeano.

Como en todos los casos en los que habla, casi sin intención o fingiendo espontaneidad, Bellatin inauguró la lista ilustre del siglo XXI.

El hombre miró la llanura, y luego de una meditación corta y bajo el rayo del sol que nos doblegada, pronunció las palabras. Dijo (y aquí la entrego para la meditación colectiva): “¡Qué verde es casi todo!”.

Desafiado por esa voz, apenas atiné a pensar en este libro nuevo de Bellatin, “Condición de las flores”, en su novela, “Flores”, en todos los lugares de su obra donde la naturaleza y la cultura son puestas en estado de contradicción. “Condición de las flores” (la condición de las flores es una contradicción de las flores: existen para reproducir a la especie y las arrancamos para adornar el espacio; o: atraen por su belleza en el momento en que agonizan…) es un libro más y es una miscelánea de textos (un ramillete), pero ¿qué querrá decir la palabra “miscelánea” en la obra de Bellatin, que está apenas construida, o que está siempre en una estado o de proceso de inacabamiento o, como dijo otro crítico, de “despojo”? Su obra habla sobre lo que queda. Lo que queda de un despojo esencial que dejó a los textos en fragmentos, en cachos, en partes y en ruinas que no se pueden rearmar.

“Que verde es casi todo”, dijo. Y mientras lo miraba caminar por esa especie de vacío que es la pampa, pensaba que de alguna manera el “efecto Bellatin” sobre la cultura argentina es tan pregnante porque nada le conviene más a nuestra literatura, en la que el exotismo es un estado de las cosas continuo. Bellatin sería un caso de exotismo radical: sus personajes son extranjeros adentro de sus cuerpos y su único vínculo con la verdad de sí es que se ven a sí mismos como lo que queda de un despojo esencial.

Un exotismo que hace de lo raro el espacio donde se respira. Pero se respira con asma, por efecto de un exilio constante en el que los personajes viven su relación consigo mismos.

De modo que para la obra de Bellatin no hay extranjería ni aduana ni documento de identidad. Aquello de lo que se habla siempre está desubicado, siempre es deforme, y siempre está fuera de la norma.

Por eso no se puede hablar de miscelánea, porque el procedimiento de su escritura se arma a partir de la yuxtaposición de objetos o de partes que provienen de un todo imposible. Como si se quisiera volver a armar un nuevo juguete partiendo de piezas de varios, otros distintos: se une la cabeza con las ruedas y los ojos se atan a un tractor. En el caso de Bellatin, el asombro ocurre porque a esas piezas yuxtapuestas las vemos funcionar y caminar.

El niño de Condición de la flores debería haber jugado, pero a los diez años escribió su primer libro (objeto y juguete), que sólo sirvió para escándalo de sus mayores. Entre el juguete y la obra algo que tiene que ver con bestias institucionalizadas, con animales serviles o perros de vidas heroicas fue suficiente para crear la primera máquina que funciona en el mismo lugar donde muestra su monstruosidad.

No hay miscelánea porque tampoco nunca hubo novela. En el sentido estricto de la palabra. Como no hay literatura en Bellatin, podríamos decir, sino objetos como juguetes con el poder siniestro de una cuerda infinita o instalaciones artísticas verbales que no necesitan de las claves clásicas de la literatura (personajes, enigma, intriga, situaciones, parámetros espacio/temporales), apenas las marcas del soporte (que en “Condición de las flores” parecen escritas por otro personaje de Bellatin): largos prolegómenos que indican cómo fue hallado este texto y en qué condiciones estaba cuando fue encontrado:

Este relato ocupa 6 páginas mecanografiadas o es un dactiloscrito o fue enviada por correo electrónico en hojas lisas de 21 x 30 cms… fue enviado a... en el momento de su creación… datamos esta etapa de elaboración en hojas de papel con sello que dice ¡Calidad Atlas Industria peruana… doblado en 4 : el primer doblez forma un pliego de 21,7 por 30,7 cms…!

Como si se tratara de un autor o de un artista muy viejo cuya obra es rescatada en un palimpsesto, como si el texto existiera por efecto de una búsqueda y la investigación científica, y que lo único que presenta como enigma al lector es una pregunta que no se escribe pero que en todos esos prolegómenos se interrogan lo mismo que los personajes, héroes o perros: ¿Por qué existo?

Ni miscelánea ni novela, ni fragmento ni caso científico. Flores, que solamente para que vivan con nosotros se arrancarán de cuajo. Los restos de una novela contada, en otra parte, allá lejos en la pampa, donde todo (casi todo) es verde, y lo que no es verde son las flores o es el Estado. Es decir, lo que agoniza y el momento en que agoniza entiende que vive, y lo que vive es solamente lo que duele, y lo que duele apenas comienza, está muy verde, como todo o casi todo lo que es.

Noviembre de 2008

Thursday, January 15, 2009

Primeras páginas (IV)

Todo esto será tuyo (novela)
de Augusto Bianco

1

–El tren venía por el espacio abriendo el universo. Verdetierra, verdetierra, laguna y cielo, desparramo de pájaros, alambrado y silencio. Sin saberlo, entraba en un mundo que sería mío... De la estación, hicimos campo hasta una paré altísima. Todo parecía quieto, muerto, sin lugar. Nos hicieron pasar. Movieron papeles, suelas, palabras. Isa me dijo: hijo, aquí van a enseñarte a ser un hombre de bien. Me dio un beso y se fue. Nunca más la vi.

–Tuvo que viajar... Ya te contaré.

–En el dormitorio me mostraron: tu cama, tu pilcha, tu ropero, tu número, el ciento once. Resinación y obediencia. Ciega, me dicieron. Quitaron la luz que me estaba desvistiendo. Para apurarme, el celador me tiró un bollo. Como me reí, ligué otro. Como me reí más, otro. Resultado: terminé en el piso y el tipo me zapateó completo. Los pibes, a zafarrancho.

–¿De qué te reías?

–No sé. Ha de ser la drenamina.

–La adrenalina...

–Eso... Entra un dogor, con voz de pito pone todos a callar y me revolea escalera abajo. De los pelos. En el patio empieza a meterme trompadas de sangre. Reíte ahora uno uno uno feto de mil putas. Al final, me metió un gargajo y yo le batí: gracias, vieja.

–¿Por?

–No sé. Venía perdedor. No sabía que me podía reasionar... En enfermería supe que al inflado le decían Clara Boya; que cuando lo veían venir los pibes se hacían encima, entonces iba por otro; que había un par de monguis que habían quedado así por los piñazos del bufa; que con el único que no se metía era con uno que se llamaba Chatarra; que al dire le decían Cangrejo por la cara de curda. Eso supe por el Moncho, un correntino gorgojo, trucha de mulita. Buenazo. Contaba que la vieja lo había parido prematurro. De gramos. Que lo cagó y se fue. Que para salvarlo la partera se lo enchaconó y lo crió ahí calientito calientito. Que le daba teta ahí abajo direto y que cuando al final lo desconchó se vio que se le había formado otro umbligo. Único humano con dos umbligos mostraba levantando la pilcha.

Ella lo miró torcido.

–Bueno, después me batió la justa... Éste, me lo hizo la vieja que me parió y éste otro es un cuarenticincazo que me chantó la yuta. Lo que esplica por qué además era el único humano con umbligo a la espalda.

–¿Lo balearon?

–De lado a lado. El viejo, que no era el viejo sino el punto de la partera, cansado de tanto conche y desconche se lo alquiló a un circo para que lo tirara a cañón. Un día se le cayó del cielo a un policía que lo confundió con estraterrestre por lo fulero y lo balió. Resultado, el cirquero lo devolvió por inservible y el punto de la partera al concebirlo difunto lo encajonó para basura. Pero esa noche se raja el cielo, se desmadra el río y el jonca con el pibe se va Paraná abajo y le entra por la ventana a una curandera que recibe el cadáver a medio hacer...

–¡Qué historia!

–...La mano santa se lo disputa a la parca, lo retorna a la esistencia y se lo vende al mismo circo, mire usté, como el único humano nacido dos veces que en realidá eran tres. Y ¡vuelta a cañonearlo! Y ahí, basta. El Moncho se espianta definitivo, en camalote, río abajo como quien va en bote a mano y remando... En el Purga, pasó, como todos, por el buzón, el desierto...

–¿El desierto?

–Montañas de arena en cuadros de madera, dejando siempre uno libre. Cuando el Cangrejo viene y me dice saque a pasear las montañas, yo le contesto, oiga, ¿está en pedo? Y el tipo: acá el pedo es salú y me manda derecho al buzón, un roperito de entrar parado. Días. Encima, cuando te abren te caés y como no podés caminar te mueven a rebencazos. Total, que te cuidás.

Ella pasó el mate.

–¿La escuela funcionaba?

–Funcionó dos años, con la Yeguasa. Le decíamos así por yegua santa. Yo me hice gente con ella... Un día le confío: no tengo recostadero. Y ella: todos tenemos en el mundo un lugar reservado nuestro que nadie ocupará jamás. ¿Ha de creerme?

–Comonó.

–Y cuál es ese lugar, pregunto. Tendrá que descubrirlo, me dice. Me enseñó a tenerme respeto. Y paciencia... El másimo tesoro no es el dinero, es la intensidá de la mirada, decía, la curiosidá. El pior enemigo del pobre es la vergüenza, vergüenza de preguntar, de no saber. No se dice pa', se dice para; no se dice lo' libro', se dice losss librosss. Cada vez que alguno decía: y yo qué sé, ella contestaba: todo niño es un sabio que no sabe que sabe. ¡Nos rompecabeceaba, la guacha! ¿Y saben por qué sabe aunque no sepa? Porque quiere aprender. Nunca afirmaba: esplicaba preguntado. La sigo viendo en su despedida... Yo casi no la escuchaba porque la venía palando para adentro, almacenándola para el invierno. Al final, como pasando raya y sumando dijo: hay dos tipos de tiempo, en uno de esos tiempos no hay despedidas ni dolores. Ahí los espero. Abrió la puerta y se mandó... Como nadando.

Oscurecía.

–...La hallaba igualita a la virgen María. Pintada. Pero no ha de ser porque al tiempo agarró cría. Ésa fue, se malicia, la razón de su partida. Por sentir la paz que en su calor despedía, con el Cabeza hacíamos tarde en biblioteca...

–¿Quién es el Cabeza?

–Mineti, mi hermano.

–Si vos no tenés hermanos.

–Hay hermanos que se hacen, y valen doble, triple. El Cabezón es mi hermano. Me leía. Nos perdíamos en las historias... tanto, que cuando sonaba la campana salíamos tembleques.

–Y de mis visitas, ¿te acordás?

–Cómo no me voy a acordar. Cuando me dicieron tenés visita se me aflojaron las patas. Tenía miedo que fuera Isa. Que me sacara.

–¿No querías salir?

–¿Está loca?

–Hablabas tan poco...

–Usté traía un dulce de leche envuelto en papel blanco, atado con hilo blanco a un manguito de madera blanca, marcado a fuego como las vacas, donde se leía "Confitería París"... Después, no vino más.

–Enfermé... El frío, esas horas de tren, y yo tan chacabuca.

–¿Usté la veía a Isa?

–Le había pedido tu tenencia.

–¿Qué le contó de mí?

–No mucho. Vos sabés, es de pocas palabras.

–Yo soy distinto, Sara...

–Sos como todos.

–No. En el Purga me decían Piltra, por Piltrafa. Un día... Chatarra me manda llamar. Él hacía cuartel en la cancha de paleta. Así que a vos te gusta que te den felpa, te gusta el fracaso, y movía el faso de un lado para el otro con la lengua. Bueno, te voy a dar el gusto, te voy a fracasar para siempre, pero no a vos, a tu colifa. Andá sabiendo, me alesionó, que todos llevamos dentro un colifato, un mostro descerebrado y caníbal. Para ser alguien hay que hacerlo mierda, ¿cuadrás?, bien mierda. Si no, él te hace mierda a vos. Así que, aprontate. Para mí, ese día no termina de pasar... A cada mano que me metía se me soltaba el cuerpo y tras el cuerpo lalma. Cuando el Chata paró yo estaba a la miseria, pero él no andaba mejor. Los pibes me alzaron: Pil-tra-fa... Pil-tra-fa... Ni mierda me voy a olvidar ese día... Tenés las manos pesadas y el cuerpo firme habló y todos escucharon, pero para incrustarle al Clara Boya las astillas de la napia contra la nuca te falta yel, odio, cemento. Todo podrás si te lo propones. Son muchos los que quieren patinar sobre esa bolsa de pus.

Ella se levantó y encendió la luz.

–¿Y en taller, qué hacían?

–Carpintería, torno... Pero lo que más me gustaba era huerta, gracias a las enseñanzas del tío Tuto. ¿Usté lo conoció?

–Apenas.

–Un tipazo. Gracias a él, me hicieron capaz.

–...Capataz...

–Eso. Palar, abrir el mundo, dejar las lumbrices pataleando. Eso aserena. Viene como una respiración de ahí.