Monday, August 06, 2007

LA CONSTRUCCIÓN DE UNA VOZ ENTRE EL SUGERIR Y EL MOSTRAR

Sobre Opendoor de Iosi Havilio
(Entropía, 2006)

por Solana Schvartzman

Al leer Opendoor, la ópera prima de Iosi Havilio, en seguida me vinieron a la mente las siguientes palabras de Eduardo Grüner: “Si hay un imperativo ético para la poesía y el arte (…) es la de no dejar de buscar esa representación… pero guardarse muy bien de encontrarla. Es la reivindicación simultánea del anhelo y la imposibilidad: y ya sabemos muy bien lo que nos advirtió Freud sobre la satisfacción del Deseo: que es siniestra.”(1)

En Opendoor conviven dos sensaciones distintas. Por un lado la sensación de una búsqueda siempre frustrada: montones de enigmas no resueltos, empezando por la voz de una protagonista que no tiene nombre y que se nos presenta más como configurada por los hechos que como propietaria de su accidentado andar. Por otro lado, y en paralelo, nos encontramos con la sensación de que la novela mete el dedo en la llaga, muestra en forma siniestra lo que a veces parecería mejor no ver: el modo en que un cuerpo suicida cae al suelo, el rostro de un cadáver, el beso entre dos hermanos.

El desamparo que produce esa búsqueda siempre frustrada se sostiene con el paso firme de lo obsceno. Y, a su vez, la morbosa satisfacción de todo deseo se transforma en soportable al convivir con el constante enigma no resuelto.

La novela de Havilio presenta, en veintiún capítulos y un epílogo, el relato de una joven estudiante de veterinaria enviada a un campo cercano al psiquiátrico de Open Door para diagnosticar el tumor de un caballo. A partir de esta visita y luego de la enigmática desaparición de su novia Aída, la protagonista comenzará a involucrarse con Jaime, el dueño del caballo, y también con el lugar y los personajes que lo habitan. Irá cobrando importancia la historia del psiquiátrico fundado por Cabred y aparecerá Eloísa “esta pendeja, bruta, hermosa, elemental, que sólo pienso en tocar, tocar y tocar”.

La novela presenta entonces el proceso de traslado al campo de la protagonista y mientras esto sucede, a la par de sus continuas visitas a la morgue para observar si distintos cuerpos coinciden o no con el de Aída, se deja entrever en el relato la configuración de una voz y de una identidad.

Todo lo que sucede en la vida de la protagonista parece fruto de un “dejarse llevar”: fue por accidente que conoció a Aída, casi como por accidente es que se dejó abrazar y es así que un día resolvió mudarse con ella “sin pensarlo mucho”. De la misma forma en que un día esa mujer entró en su vida es que la vemos irse: tras un paseo por La Boca, Aída entra en el baño de un bar, la protagonista se cansa de esperar y se va a fumar porro con unos chicos, cuando vuelve, Aída ya no está, tampoco se sabe nada de ella en los siguientes días. Pero a nuestra estudiante de veterinaria esto no parece inquietarle demasiado, ni siquiera cuando la desaparición de su novia parezca coincidir con el suicidio que presenció esa misma tarde por el barrio de La Boca.

La indiferencia de la protagonista también parecería primar en su relación con Jaime: llega en principio para diagnosticar al caballo y luego se va quedando porque, dice, no tiene a donde ir. Sin embargo, este hombre tan poco deseado se va transformando en un lugar de pertenencia: al principio cuando la va a buscar a la estación de Luján ella declara “me sentí protegida” y poco a poco, mientras reconstruye la historia del psiquiátrico, comienza a sentir que ese lugar que comparte con Jaime, es, y de hecho así la llama, su casa.

La indiferencia que caracteriza al personaje, y que genera la sensación de que sólo es posible bordearlo sin lograr llegar a él, convive con la presencia de lo carnal, erótico y morboso, en donde se muestra a las cosas en carne viva. En este sentido es posible pensar la actitud de la protagonista ante el suicidio que presencia en el barrio de La Boca. Allí, a diferencia de una vieja que se tapa los ojos y le advierte “No mires, nena, no te vas a olvidar nunca más”, la protagonista dice “Y yo miro, no puedo dejar de mirar”. Algo parecido sucede en su primera visita a la morgue: mientras una vieja cuenta asustada “Dicen que tengo que ser fuerte porque el cuerpo está bastante descompuesto”, nuestra narradora vuelve a tomar la actitud contraria, y tras ver el primer cadáver, declara “Me agarra el morbo, quiero ver más”.

Ver el momento en que el cuerpo cae, ver el cadáver: nada se sugiere, se muestra; no se bordea al hecho sino que se lo toca. En esta línea podemos entender al personaje de Eloísa, quien despliega un siniestro erotismo que invade toda la novela. El baile que inicia con Guido, su hermano, la coloca en esta dirección: “Guido se animó a hacer que la manoseaba, sin llegar a tocarla, como un aspirante a mimo. Eloísa empinaba el culo y paraba sus tetitas para alcanzar las manos indecisas de su hermano. (…) Eloísa tomó la iniciativa: sacudió a su hermano por los hombros, (…) y le estampó un beso mojado en esa boca incrédula. Un beso bestial, interminable. Guido se puso blanco, sus amigos dejaron de aplaudir, los ojos desorbitados.”

Opendoor se encuentra llena de enigmas que no se resuelven, entre ellos: cuál es el nombre de la protagonista, qué fue lo que en realidad le sucedió a Aída, y si es pura casualidad que uno, entre tantos, de los enigmáticos personajes de la novela se llame Boca, igual que el barrio en donde sucedió el suicidio que presenció la protagonista.

La novela despliega los enigmas pero no las respuestas y la sensación de desamparo que esto genera se mezcla con la propia desolación del personaje, tan indiferente que no termina de saberse muy bien qué es lo que en verdad le sucede, como si sólo se lo pudiera bordear sin comprenderlo, sin tocarlo, sin saber siquiera su nombre. Pero, por suerte, el merodeo contrarresta con la muerte y el sexo que la novela muestra en carne viva, que deja a todos en silencio, aboliendo toda posibilidad de insinuación.

La protagonista y su relato, en apariencia débil, se dejan llevar. Pero la fuerza de los hechos e imágenes junto con la configuración del campo, “un rompecabezas cuyas partes podía unir cada vez que parpadeaba”, y la historia del psiquiátrico que se va armando a través de los fragmentos de aquel libro, van construyendo lo narrado y a la voz que narra, dándole vida al relato e identidad al personaje.