Apostillas (el desborde)

Wednesday, October 17, 2018

"Es lindo saber que hay cormoranes cerca"

Por Ted Hodgkinson para Granta

Al Alvarez es crítico, ensayista y poeta; entre sus muchos libros cabe destacar El dios salvaje —un estudio sobre el suicidio que explora también su relación con Sylvia Plath y Ted Hughes, así como su propio intento de suicidio—, Crónica de un gran juego —sobre su pasión por el póquer—, Feeding the Rat —sobre montañismo—, Where Did All Go Right? —su autobiografía—, y el más reciente En el estanque (Diario de un nadador). Este último libro es un relato luminoso y divertido acerca de sus visitas diarias a los estanques de Hampstead Heath, y de cómo el agua fría logra detener milagrosamente —aunque más no sea por un rato— el envejecimiento.



—Este libro se encarga de recordarnos que incluso en una ciudad como Londres nunca estamos tan lejos de la naturaleza como podríamos creer (o al menos no tan lejos de un cormorán). ¿Diría que esta cercanía con lo agreste le resultó una especie de fuente de vida?

—Es lindo saber que hay cormoranes cerca, ¿no? Y sí, la naturaleza me resulta definitivamente una fuente vital. No sé bien qué habría hecho sin todo eso. Vivo en Hampstead, así que tengo la naturaleza acá nomás. Por otra parte es un lugar en el que suceden muchas cosas, y también está lleno de gente interesante. Los personajes con los que comparto el estanque son una inmensa fuente de vida y de historias.


—¿Sería correcto afirmar, como el propio diario sugiere, que los baños helados que le obligaban a darse en Oundle, donde estudió como pupilo, le inculcaron el gusto por el agua fría?
—Sí, me gustaban bastante esos baños con agua fría que me daba en Oundle, aunque en aquella época hacían una cosa insólita: llenaban las bañeras la noche anterior y las dejaban hasta el día siguiente para que se enfriaran un poco más. Y eso era así todo el año, verano o pleno invierno, y siempre dejaban abiertas la ventanas. No sé bien cómo sobrevivimos, ¡pero lo logramos! Cuando volvimos con mi esposa, hará unos siete u ocho años, el lugar parecía un hotel de lujo.


—En el estanque también postula que ese tratamiento con agua helada, por llamarlo de alguna manera, le generó el deseo de enfrentarse a lo extremo, a lo desconocido, desde un momento muy temprano de su vida. Y que luego esto lo condujo a su amor por el montañismo, el póquer y, desde luego, por la poesía. ¿La poesía supone enfrentarse a lo desconocido?
—La poesía consiste efectivamente en enfrentarse a lo desconocido. Porque además no alcanza con que un poema esté bien: tiene que estar todo bien. Basta una sola palabra equivocada para que todo falle. No importa si el poema tiene quinientos versos o cinco. Si hay una sola palabra fallida, todo se traba, y uno sabe que no va a poder terminarlo hasta que cada parte encaje en el lugar correcto. Es una especie de amalgama rarísima. Aunque parecería que yo ya dejé de escribir poesía.


—Sin embargo algo que resulta muy estimulante es que este diario es una forma de no detenerse. Está lleno de poesía y de alegría. Y por momentos también tiene una irreverencia maravillosa: cuestiona a escritores como Beckett, por ejemplo.
—Lo que pasa con Beckett es que es escritor maravilloso, pero tiene una visión muy pesimista de las cosas, ¿no? Sus obras tienen esos diálogos geniales, siempre elusivos, y esas contradicciones que no llegan del todo a ser contradicciones, pero aun así cada tanto se equivocó. ¡Y sin embargo Beckett puede tener razón y estar equivocado al mismo tiempo!


—A lo largo del libro aparecen reiteradamente varios escritores, en particular Sylvia Plath y Ted Hughes. Haber reflexionado acerca de su vínculo con estos dos poetas, ahora que pasó cierto tiempo, ¿cambió su perspectiva respecto de ellos?
—Sí, cambió. El otro día estaba releyendo a Plath y es francamente una poeta excelente, inteligente. De hecho creo que terminó siendo mucho mejor que Hughes. Por supuesto que él ganó todos los premios, y tiene una placa en el Rincón de los Poetas, en Westminster... Sí, ok, es muy bueno, pero no es tan bueno, mientras que ella es cada vez mejor. Lo cual me resulta curioso, porque antes no lo veía de esa manera. Hace poco estuve en Estados Unidos y conocí a muchos fanáticos de Plath, de los cuales muy pocos habían leído a Ted. Y cuando volví a Inglaterra y vi que era él el que estaba en Westminster pensé: ay, cómo nos equivocamos. Cuando empezaron a estar juntos ella le leía sus cosas, y él le hizo pasar momentos bastante duros, por decirlo de alguna manera. Sus primeros poemas no eran muy buenos, pero los que escribió cuando lo dejó —o tal vez sea más acertado decir: cuando lo echó— son extraordinarios. Cuando pienso en aquella época descubro algo curioso: estaban estos dos poetas jóvenes, y los dos me gustaban, pero en determinado momento en esos últimos años, algo cambió para Sylvia. En realidad lo que sucedió es que Ted había seguido haciendo lo que sabía hacer, de un modo un poco automático, en tanto que ella tuvo ese año extraordinario en el que escribió sin pausa. Y en ese momento dio un salto notable. En sus comienzos era una poeta más bien aburrida. Leí su primer libro, y no estaba mal. Te dejaba con la sensación de que podía dispararse para cualquier lado; pero sus poemas tardíos, durante ese última año de vida, fueron una cosa fenomenal e inesperada. Lo que pasó, lisa y llanamente, es que Ted se fue, y ella de pronto se dio cuenta de que se había quedado con esa especie de pozo de ira del cual echar mano, y logró escribir sobre eso. En ese momento todo lo demás quedó en segundo plano.
Ya separada de Ted, Sylvia me empezó a mostrar esos poemas a mí. Sentía que yo sabía cómo leerlos, lo cual es cierto. Lo que sospecho ahora, pensándolo bien, es que cuando ella escribía un poema luego con Ted se ocupaban de desmontarlo por completo, y viceversa. Eran muy intensos, hablaban mucho sobre ellos. Cuando se separó, me vino a ver. En esa época yo vivía muy cerca, y ella venía a casa a leérmelos. Creo que el mero hecho de que yo estuviera ahí ya le resultaba una ayuda. Me parece que era lo que necesitaba. Entonces le hacía algunos comentarios. Sabía que yo era del bando de Ted, que admiraba su poesía. Pero las cosas que ella produjo en esos meses eran infinitamente superiores.


—¿Cree que en ese último año Plath estaba escribiendo para Ted o en contra de Ted?
—Creo que estaba escribiendo para hacerse escuchar. Y eso es lo más importante. Quería dejar registro de todo eso, y lo hizo admirablemente. Cuando se conocieron él era muy, muy bueno, pero creo que ella terminó superándolo. Todo lo que escribió en ese último año de vida es absolutamente extraordinario. Hay poetas así... Keats, por ejemplo, y también Yeats, porque es capaz de cambiar súbitamente.


—Shakespeare aparece un par de veces en el diario, sobre todo con King Lear. El libro me recordó algo que dice el bufón en cierto momento: “¡Es una noche espantosa para nadar, tío!”.
—No había pensado en ese verso. ¡Muy bueno! El bufón y Lear son dos personajes que se complementan maravillosamente. Nadie fue tan bueno como Shakespeare, ni remotamente. Y esa tal vez sea la obra más triste.


—Parece sentirse muy a gusto con los otros nadadores del estanque. Muchos de ellos son ex atletas, o bien gente que ha corrido grandes riesgos en su vida. ¿Qué le atrae de personajes así?
—El hecho de que yo mismo hice ese tipo de cosas. Escalé mucho, y jugué un montón al póquer. El estanque es un lugar muy divertido, nos reímos mucho. Creo que todo lo que te haga reír es bueno.


—En un momento de En el estanque se refiere al agua helada como un elemento hostil, “casi tan hostil” como su primer matrimonio.
—Ja. ¿Dije eso? Es acertadísimo. Mi primer matrimonio fue un desastre absoluto. El segundo fue maravilloso.


—¿De cuál de todos los aspectos de su vida le habría gustado tener un poco más?
—Me habría gustado que hubiera más poesía, pero hice lo que pude. De todos modos tuve una vida maravillosa. Y no me arrepiento de nada.

—¿Qué consejo le daría a un escritor joven?
—Que se divierta.

—¿En qué momento se dio cuenta de que el diario que estaba llevando era en realidad el libro sobre el trance de envejecer que tenía ganas de escribir?
—Qué curioso que lo menciones. Fue idea de mi esposa. Yo tenía intenciones de escribir un libro sobre la vejez, pero me enfermé un poco, y parece que eso le dio el impulso para hacerse un poco cargo del trabajo.


—¿Así que acá también hizo su aporte una Vera Nabokov?
—Sí, muchísimo.

—¿Todavía cada tanto va al estanque?
—El año pasado estuve pésimo de salud, pero estoy tratando de recuperarme como para poder volver a nadar. Todo ese año sin natación me enloqueció. Lo que hago ahora es lo que hacen los que no nadan: me meto al agua y salgo de inmediato. Necesito curarme del todo y poder retomar como corresponde.


Poesía, adrenalina, vejez

Por Christian House para The Telegraph


“Al está en el jardín de invierno, pase”, me dice Anne Alvarez con una sonrisa “radiante como un amanecer”; así la definió alguna vez su marido. Y es una descripción perfecta. Y es que hace ya más de medio siglo que Alvarez –poeta, crítico, novelista, escalador, aficionado al póquer– viene capturando la esencia de las cosas bellas de manera simple y elegante.

Serpenteo por los pasillos en penumbras de la casa de los Alvarez –una vivienda angosta ubicada en el barrio de Hampstead–, mientras los destellos de la mañana invernal se abren paso hasta los marcos de los cuadros, y salgo a las hojas y a la luz donde Alvarez suele sentarse a contemplar sus plantas. Anne me ofrece un café en el momento en que Al despide galantemente a la fotógrafa de The Telegraph.

A sus 83 años, Alvarez conserva todavía cierto aire de mosquetero –amplios pectorales, bigote fino y blanco–, y aún impone una presencia vital y masculina a pesar de que hace cuatro años un ACV lo dejó literalmente por el suelo. “Los indicios estaban ahí, pero elegí no verlos”, cuenta en su nuevo libro. “Tomé un par de cucharadas de sopa, me incliné hacia adelante para cargar una tercera pero me deslicé de costado, me caí de la silla y no pude volver a levantarme.”

En el estanque es una incorporación muy acertada en un corpus literario ecléctico que incluye libros sobre poetas, escaladores y tahúres –toda gente que ha investigado, de una forma u otra, la importancia de la técnica–. Ya se trate de la métrica de un poema o la cadencia de un relato, de una soga durante una escalada o el modo de revelar una mano de póquer, Alvarez comprende la importancia del ritmo y sabe cómo usarlo oportunamente. En este caso, y utilizando como prisma narrativo una década de chapuzones en los estanques de Hampstead Heath, se concentra en el modo en que la vejez va ralentizando el tempo de la vida. En el estanque –un diario de natación que comienza en 2002– está salpicado de charlas, apuntes sobre los cambios que traen las estaciones, un coro griego de gallaretas y la aristocrática presencia de una garza de lentísimos aleteos.

“No pasa nada, y esa es la gracia”, asegura Alvarez, y estalla en una carcajada. El libro revolotea entre sus chapuzones en el Estanque Mixto, lleno de sauces que se asoman sobre el agua, y los espacios abiertos del Estanque de Hombres. “Lo mejor sucede en el de Hombres”, dice. De hecho la amistad masculina es una suerte de estribillo recurrente en este relato fragmentario. “Es un gran lugar. Está lleno de conocidos. Y tal vez una de las cosas más interesantes es que se trata de gente que jamás veo fuera de ese ámbito.”

Los hombres del estanque conforman una pandilla variopinta: están los guardavidas, capitaneados por el paternal Terry, y los habitués a los que deben cuidar, entre los que se cuentan Chris Ruocco, sastre de Kentish Town, y Mike King, ex estrella pop que alguna vez supo ser telonero de Sinatra. “Se parece bastante a un club”, dice Alvarez.

La natación en los estanques de Hampstead quedará ligada por siempre a la temperatura y la resistencia. “Me encanta. Y el hielo es parte del placer. La natación de verano no cuenta”, se ríe. Su desconfianza sobre la temperatura que marca el termómetro de los guardavidas es de hecho uno de los chistes recurrentes en el libro. Y en tanto el montañismo ha sido su otra pasión extrema, la natación es algo que lo acompaña desde los once años, cuando se dio su primer chapuzón en la pileta pública de Finchley Road, durante los bombardeos alemanes a Londres.

“Ver las cosas a vuelo de pájaro es mucho más difícil que verlas desde el nivel del agua. Se puede seguir nadando en la vejez, algo que no sucede con el montañismo”, explica. “Tengo amigos que todavía esquían, Dios me libre. ¿Pero alguno que siga escalando? Eso se acaba a los sesenta, más o menos, a partir de esa edad la cosa se complica”.

Las dificultades que trae la vejez es uno de los temas centrales en esta crónica. Y su frustración por verse obligado a ceder ante lo inevitable es evidente (hace ya veinte años que Alvarez no escala). “Es agobiante. Pero es algo que sucede, es así. Ahora tengo ochenta y pico. De hecho soy tan viejo que casi no recuerdo lo viejo que soy. Envejecer tanto es una cosa sumamente extraña. Y también sucede que uno empieza a cerrarse un poco.”

Hace rato ya que su amor por la poesía y la adrenalina deja un tanto perplejo al establishment literario. “Tal vez no soy más que un viejo anticuado que viene haciendo esto mismo hace muchísimo tiempo. No veo la necesidad de diferenciar una cosa de la otra”, dice. “Auden tenía un hermano que escalaba muy bien. Auden jamás escaló, pero su hermano sí, y me acuerdo que leí eso con una sensación de: ah, sí, entiendo de dónde viene”.

Alvarez conoce de poesía y de poetas tal como un maestro vinícola entiende de cepas y viñedos. Y es un tema que aún lo convoca, aunque de un modo un poco lúgubre. Los poetas contemporáneos, cree, son casi todos “de segunda mano”. Y cuando le sugiero que el único poeta vivo en la conciencia pública actual es Seamus Heaney, suspira. “Eso también es cierto, y últimamente ya no es tan bueno, ¿no?”, se ríe. “Tienen una vida útil acotada. Yo, por ejemplo, soy mucho menos inteligente que antes”.

Su exitosa carrera empezó a mediados de la década de 1950 como crítico de poesía y editor de The Observer, donde trabajó diez años. Era un momento crucial en el desarrollo de la escena literaria británica: la batuta aún estaba en manos de escritores más grandes, como Edith Sitwell, pero ya a punto de ser arrebatada por los autores de “El movimiento”, entre ellos Kingsley Amis y Philip Larkin. Dos acólitos de la escena, Ted Hughes y Sylvia Plath, llegarían a ser amigos íntimos de Alvarez.

“Me parece que me tocó vivir un momento muy importante para la poesía inglesa, cuando Ted, Sylvia y algunos otros estaban cambiando el panorama”, dice. Las reflexiones sobre la mortalidad que emergen en el libro son muy oportunas. Este invierno se cumplen cincuenta años del suicidio de Plath, un hecho que Alvarez narró en El dios salvaje. La musa de Plath era la muerte, explica. “Una ironía espantosa. Sylvia alcanzó su mejor momento recién en su último año de vida, más o menos. Pero después de su muerte la obra de Ted fue casi íntegramente un homenaje a Sylvia. Se dio cuenta de había hecho algo tremendo al abandonarla”.

En el corazón de la escritura de Alvarez no anida el machismo ni una búsqueda por la mera emoción, sino más bien el deseo de vivir la vida con convicción. De hecho En el estanque describe la natación de agua fría casi en términos divinos. “En Londres es muy difícil encontrarse con manifestaciones celestiales, así que entre los gaviotines, el canto de los pájaros y este día radiante vuelvo a casa con un sentimiento de bendición”.

Ya incapaz de nadar por culpa de una pierna dañada, ahora visita el estanque casi como un adolescente enamorado. “Voy un rato, contemplo el agua y me pregunto por qué no estoy ahí”, dice Alvarez. Y mientras termino el café me sugiere que haga lo mismo. De modo que dejo en paz a los Alvarez para que puedan almorzar y parto hacia un helado Hampstead Heath.

Cuando cruzo la entrada al Estanque de Hombres me saluda un guardavidas alto y afable. Le explico que vengo por recomendación de Al. La pizarra anuncia una cifra gélida, y abajo una aclaración: “Frío según cualquier manual”. Sonrío y pienso en la desconfianza de Alvarez respecto de esos números garabateados en tiza banca. “Bueno, se supone que ayuda a forjar el carácter”, dice el guardavidas cuando uno de los nadadores sale del agua y pasa temblando frenéticamente al lado nuestro. “Ahí tenés: su carácter quedó irreconocible de tan forjado”.

El efecto Chejfec

Por Aquiles Zambrano


Piso 1
Teoría del ascensor (Entropía 2017), el último libro de Sergio Chejfec, asume desde el título la estrategia de la suspensión. Es una experiencia que producen algunos de sus libros. Un cierto levitar pausado por encima de la inteligencia (o la intelección) de las cosas cotidianas, quizás un efecto propiamente chejfeciano. Porque Sergio Chejfec ya no es sólo un libro, a la manera de esos autores cuyo mérito resulta de un título encumbrado, casi milagroso, que proyecta sobre el resto un interés subsidiario en su lectura. A estas alturas,  Sergio Chejfec es la totalidad de una obra o, más propiamente, como afirma Patricio Pron sin miramientos en la contratapa de éste libro, “uno de los acontecimientos más importantes de la literatura en español de la última década”.
Tiene razón, por supuesto, pero trato de evitar las afirmaciones grandilocuentes. Pues trato de recordar la palabra que usó el propio Chejfec cuando me le acerqué durante la presentación de uno de sus libros y le dije, sin el menor pudor, que yo lo consideraba un maestro. Chejfec, sospechando algún trasfondo irónico en mi consideración, como haría cualquier hombre que se precie de su inteligencia, me atajó con una palabra que ahora no recuerdo, pero que describía la idiosincrasia del venezolano. Quizás dijo vehementes, extravagantes, comedores de serpientes, propensos a la cháchara y el ruido, no lo recuerdo, porque en ese instante la conversación derivó, afortunadamente, hacia algunos nombres de la literatura venezolana que aquel extranjero en Buenos Aires conocía mejor que yo.
Es curioso, Teoría del ascensor abunda en textos sobre Venezuela. La huella de Caracas se percibe implícita o explícitamente a lo largo de sus páginas. El carro de Juan Liscano, por ejemplo, serpenteando por el valle camino a una fiesta de fin de año, trasportando a dos intelectuales exiliados en los setenta, Dardo Cúneo y Lorenzo García Vega. El gracioso secreto revelado por Victoria de Stefano sobre el verdadero nombre de un mendigo que, desde la mañana al anochecer, movido por un inexplicable deber ciudadano, se instala en una esquina de Sebucán, vestido de saco y corbata, a dirigir el tráfico. O la escena de una telenovela escrita por José Ignacio Cabrujas donde un hombre adinerado, también vestido de traje y corbata, duda en hacer o no una llamada, y cuyo desenlace humorístico es adoptado por Chejfec como “blasón secreto”.
Me sorprendieron esos destellos humorísticos en este libro. Por primera vez, luego de leer varios de sus títulos (de la experiencia un poco traumática de Lenta biografía, por ejemplo), una sonora carcajada me sacudió durante la lectura. Quizás Chejfec en Venezuela aprendió a reír. ¿Cuál es la lección especular que yo tendría que aprender en Buenos Aires?
Piso 2
El yo desmesurado ha venido discutiendo silenciosamente, en la oscuridad del anonimato, con el maestro a lo largo de tres años, más concretamente desde el 2015, en todo lo que ha escrito y amarrado, junto a las fieras tropicales, en el baúl. No tanto porque crea que hay algo en sus lecciones (que no las hay) que deba ser discutido, sino porque el yo vehemente del país caribeño no conoce, o más bien no puede ensayar otra forma de pensamiento que no sea dialéctico.
El yo exacerbado se da cuenta, sin embargo, que los libros del maestro no proponen ninguna tesis a la que él pueda oponer una antítesis; que, de hecho, si hay algo a lo que rotundamente se niegan sus libros es a proponer una tesis, a amarrar una definición taxativa o transparente. Pero allí es, justamente, donde su autodesignado discípulo le discute, pues considera que detrás de su poética de la irresolución, de la suspensión del juicio o la deliberada ambigüedad de sus textos, se oculta pudorosamente un empeño y una voluntad inquebrantables. En realidad, más que discutir la estrategia de suspensión del maestro, al yo desmesurado le interesa aprenderla, pero la única vía de aprendizaje que conoce es la dialéctica. Quizás lo que lo mueve a buscar una lección en sus libros (alguna clase de positividad) sea precisamente la decidida negativa de éstos a producir alguna.
Piso 3
Ascendemos en el ascensor de Chejfec hacia la incomprensión de lo que hace en este libro, suerte de compendio de sus temas clásicos. En uno de sus apartados, hacia la mitad del volumen, el autor describe una divertida lista que vincula novelistas a recetas gastronómicas. Su caprichosa y secreta intención, según sus propias palabras, es “cotejar dos órdenes autónomos entre sí, ambos pertenecientes a diferentes regímenes y cada cual bajo constante cambio”.
Pues bien… Una lista especular puede realizarse, no en relación a alimentos, sino a narcóticos. Probablemente no sea una idea tan original, y probablemente sea políticamente incorrecta, pero también me resulta divertida. ¿Qué droga podríamos asociar al nombre de Sergio Chejfec? Sin dudarlo un segundo respondería: al Clonazepan.
Como reconocerán sus lectores, algunos trayectos de su obra pueden producir somnolencia, pero también una plácida, elevada, felicidad. La suspensión, en su obra, también se experimenta como un estado narcótico. Todo forma parte del efecto Chejfec.
Piso 3 y 1/2
¿Y Mario Bellatin, autor frecuente en las disquisiciones de Chejfec, y también presente en este libro, qué droga podría corresponder al peruano mexicano? Bellatin es, quien podría negarlo, un viaje delicado y terrorífico con ayahuasca. ¿Y Rómulo Gallegos? Una mascada de chimó. ¿Y David Foster Wallace? Cafeína y azúcar en una lata de Coca Cola. ¿Y Fogwill? Bueno… ya sabemos qué sustancia corresponde a Fogwill.  
Piso 4
¿Teoría del ascensor es una suerte de compendio o índice de la totalidad de la obra de Sergio Chejfec? Podría leerse así, pero es mejor ser precavidos. En todo caso, habría que destacar el combustible léxico que proporciona. No me ocurre con otros autores. No me ocurre con Bellatin, ni con Saer, ni con Di Benedetto, por mencionar algunos escritores de nuestra lengua que figuran en el texto. El uso de palabras infrecuentes, no tanto ignoradas, sino infrecuentes, que sin duda has leído, pero que no estás seguro de conocer del todo, o no forman parte de la paleta de colores que sueles usar cuando escribes, y mucho menos cuando hablas; la combinación aún más inesperada de esas palabras, no lo sé, algo impreciso en la química que las organiza, imprimen a los textos su originalidad narcótica. Da la sensación de que el propio Chejfec también desconoce un poco sus palabras, como si una deidad extranjera se las dictara desde un lugar apartado de las secuencias habituales. De hecho, en un apartado menciona la dificultad de un traductor al tratar de volcar sus textos a otra lengua, lo que deriva en el autor intentando reescribir un párrafo o fragmento, traduciéndose a sí mismo. ¿Sergio Chejfec es intraducible? No lo creo. Si hemos disfrutado a Barthes en castellano, no veo por qué no podamos devolverle un Chejfec al francés.   
Piso 5
El yo desmesurado ahora piensa en la pobreza del vocabulario en relación directa con la pobreza material. Piensa en la metafísica de las finanzas, en las famosas tormentas cambiarias de la Argentina (donde es un yo extranjero), en las guerras comerciales entre potencias mundiales y el impredecible curso general de la economía. Ha comprobado en carne propia la reducción del presupuesto, y su consecuencia lingüística. Al dejar de leer con la frecuencia a la que venía acostumbrado, un poco por razones económicas y otro por desafortunadas configuraciones de la vida, las palabras que alimentan su subjetividad extravagante se pierden en la bruma. No es que las desconozca, es que de pronto las olvida, lo abandonan. Sabe que allí están, dormidas, esperando para saltar sobre su conciencia, pero cree que, por algún principio de economía psicológica, justamente, las palabras se repliegan durante los rigores del trabajo cotidiano. Puesto que no se requiere más que un puñado de palabras para dar cuenta de la realidad diaria, las otras, las sutiles, aquellas que describen los matices de las cosas, se desvanecen naturalmente. Un vocabulario mínimo se requiere para sobrevivir el mundo, pero en algún punto no del todo claro, piensa el yo, la acumulación se torna lujo.
Piso 6
Curiosa extranjería la del maestro. ¿Cómo puede ser la extranjería una experiencia lujosa del lenguaje? Las llanas verdades del inmigrante constriñen la riqueza espiritual de la lengua al ámbito del cuerpo. Predominio de verbos sobre adjetivos, de acción sobre contemplación, un puñado de sustantivos como monedas para transar con ese mundo ajeno, a veces amable, a veces hostil, la mayoría indiferente. El inmigrante suele exhibir una mudez desnuda, o en todo caso un lenguaje elástico, adherido al cuerpo. La verdad de éste y su degradación, la desnudez de su despojo político inevitable, no aparecen en la obra de Chejfec, al menos hasta donde el yo sabe. En Chejfec la extranjería es, sobre todo, una condición espiritual, abstracta, más interior, que exterior. El yo se inclina a creer que una literatura extranjera tiende a arreglarse con poco. El Kafka de alemán neutro, o directamente sin estilo, del que hablan Deleuze y Guattari; el punto de subdesarrollo de la lengua, su marginalidad, etc. Por eso resulta inexplicable el origen de la suntuosidad chejfeciana. Y más después de leer, hacia el final del libro, cosas como: “siempre los libros significaron un dinero que no abundaba; el costo se alzaba como una barrera infranqueable”. Entonces, entonces… ¿cómo puede ser la extranjería una experiencia tan abstracta, cómo puede la cotidianidad revelar tal cantidad de matices en sus libros, de dónde proviene el combustible léxico que alimenta el sistema Chejfec? Supongo que todo escritor exiliado acumula una riqueza interior en relación inversamente proporcional a la exterior. Como dicen: cultiva una lengua propia en oposición a la ajena. La no pertenencia al mundo externo lo vuelca hacia adentro. ¿El confort del dinero adormece la lengua, y la pobreza del exiliado la estimula? No estoy tan seguro de eso.  “Ser extranjero es una exacerbación lingüística”, dice, en todo caso, Chejfec, a propósito de Osvaldo Lamborghini.
Piso 7
Suspendidos en el penúltimo piso del ascensor, contemplo Caracas desde el aire, a través de las postales agujereadas por termitas que un presunto recién llegado Chejfec envía a amigos fuera de Venezuela. Nunca entendí la experiencia burguesa del flâneur. La ciudad como escenario dramático, el vagabundeo como excusa reflexiva, la digresión atada a la marcha, como si el texto se escribiera con la naturalidad del que camina. Mucho menos entendí esa experiencia en relación a Caracas, ciudad hostil como pocas latinoamericanas, tan poco propensa a ser caminada, en primer lugar, por las características del terreno (se trata de un valle sinuoso, con severas pendientes y declinaciones), y en segundo, por esa suerte de algarabía salvaje agazapada en cada esquina, el peligro de muerte violenta latente a cada paso. Si algo produce Caracas en la subjetividad de sus habitantes es un estado de alerta constante. La mirada paranoica sobre la espalda, el juego de ocultamiento y exhibición de las prendas según zonas específicas (aquí puedo sacar el celular, aquí no),  el sudor y la tensión de los músculos, preparados siempre para poner el cuerpo a tierra ante una balacera o para salir corriendo. No hay nada en Caracas que invite a la reflexión. Entiendo que la experiencia del flâneur surge en una zona difusa, del comercio entre la presencia en el espacio y la introspección. Pero abstraerte en Caracas, si quiera por un segundo, puede costarte un robo, o incluso la vida. Lo más que podría decir al respecto es que Caracas ofrece a sus transeúntes una experiencia extrema del cuerpo que, por su radicalidad, cancela toda posibilidad digresiva.
Aunque quizás exagero. Alguien podría considerar que la vista desde alguna de las cumbres caraqueñas dispone un estado de contemplación único, ideal para el ejercicio especulativo. Incluso alguien podría argumentar que el estado de alerta constante es propio de cierta burguesía amurallada y medrosa, incapaz de recorrer su propia ciudad a pie. Es verdad, pero más allá de eso, cualquiera que haya vivido Caracas a plenitud (para quien ésta haya sido una experiencia iniciática) necesariamente entiende la ciudad como una entidad hermosa y amenazante. La belleza mortal del crepúsculo, de la que habla Chejfec en el último parágrafo del libro; las postales agujereadas por termitas, que bien pudieron ser balas, como testimonio material de un paraíso, de una promesa que no fue. Es una experiencia que difícilmente puede ser negada y que tiene sus secuelas psíquicas. Porque la forma reflexiva que modula la ciudad de Caracas es fundamentalmente paranoica. Si hay una oportunidad para la especulación, ésta es paranoide. Si hay un resquicio donde puede florecer el ensayo, éste es paranoide. La mirada que recorre las fachadas y las calles carece de la placidez contemplativa, donde una cosa inerte puede revelar una naturaleza insospechada. Lo único que la mirada caraqueña revela es la amenaza. Está entrenada para detectar los signos del peligro (y si no los detecta, a inventarlos). El delirio de persecución no es infrecuente caminando por sus calles. Más que a la abstracción, caminar por Caracas ofrece a la psique una sobre inmersión en la ciudad. Es decir,  la digresión no se produce por el discurrir flotante de la mente que conecta recuerdos o ideas con los datos empíricos presentes en el espacio inmediato. Más bien la especulación paranoide caraqueña conecta datos empíricos presentes en el espacio inmediato creando una suerte de sentido hiperreal que señala la forma de la amenaza.  Si la digresión del flâneur se eleva sobre el espacio de la ciudad, la especulación paranoide indaga, penetra la membrana en busca de un sentido oculto. Nadie que haya vivido Caracas sale indemne de ella. Todos salimos agujereados por termitas.
Piso 8
Así como los caraqueños desconocen el frío (hecho que muy perspicazmente señala Chejfec), así mismo, desconocen la noche abierta. Un toque de queda cultural, generalizado, impone a sus habitantes el resguardo luego de la caída del sol. Las clases adineradas amurallan sus urbanizaciones y las populares esperan detrás de sus puertas la próxima balacera nocturna. El transporte público languidece y las calles se vacían. La pauta la marca la hora de cierre del metro, a las 23:30. Por eso, la nocturnidad en Caracas sólo es posible asociada al automóvil, en el traslado rápido de un punto a otro, de un encierro a otro. No hay nada parecido a una noche abierta. En buena medida, la omnipresencia del automóvil particular como dispositivo esencial en la experiencia nocturna de Caracas se deriva del precio irrisorio de la gasolina. Durante años, el bajo costo del combustible ha instaurado una cultura de la movilidad que organiza los grupos sociales alrededor del automóvil. No todos son propietarios de un carro, por supuesto, pero cada familia, cada grupo de amigos alberga en su interior a uno, quien asume implícitamente la responsabilidad del traslado de los miembros, quienes a su vez delegan en el propietario la voluntad sobre la hora y el lugar de los encuentros sociales. Nadie, o casi nadie, se mueve solo por la ciudad en la noche. Por eso Caracas es una ciudad que propicia la cohesión de clanes, grupos de amigos o familias que se desplazan en manada, que dependen unos de otros, que se cuidan unos a otros. La nocturnidad caraqueña teje vínculos afectivos entre sus ciudadanos. De ahí, quizás, la famosa hospitalidad de la que algunos dan cuenta.
Una de las primeras experiencias que recupera el exiliado venezolano, en una ciudad como Buenos Aires, es, precisamente, la apertura de la noche. La proliferación de la ciudad durante las horas sin sol, las calles atestadas de gente, los bares, los teatros, las plazas, el simple hecho de que el transporte público permanezca durante la madrugada, tan naturalizado para los porteños, representa para el exiliado venezolano una libertad sin precedentes. Me he visto en la situación de tener que recomendar a un recién llegado, a las afueras de un bar, la inutilidad de regresar en taxi, o en todo caso la seguridad de regresar en colectivo. Con esto no quiero decir que Buenos Aires sea una ciudad especialmente segura, como a veces suele pensarse desde afuera. Buenos Aires es una ciudad tan violenta como cualquier capital latinoamericana. Lo que ocurre, quizás, es que, a diferencia de Caracas, Buenos Aires posee un mecanismo de discriminación que expulsa la violencia hacia los márgenes. Caracas concentra los humores hacia el centro, en la concavidad común del valle, mientras que la planicie de Buenos Aires tiende a dispersarlos. Además, la organización rectilínea de CABA permite una mejor organización (la identificación precisa de calles, avenidas, numeración de casas, etc), algo prácticamente imposible en la sinuosidad del valle caraqueño. La primera vez que me indicaron una dirección porteña, con un simple nombre y un número, pensé que me estaban jodiendo. Esa simplicidad no existe en Caracas, donde el dictado de una dirección significa una descripción extravagante de elementos inverosímiles que puede incluir una palmera, un portón azul o un “policía acostado”. En todo caso, la pobreza y la violencia en Buenos Aires también son palpables, tal vez la única diferencia radique en que los argentinos nunca cedieron su noche al miedo.
Por otra parte, también es cierto que la cultura de la movilidad porteña desalienta el desplazamiento organizado en clanes. A diferencia de Caracas, donde las rutas son fijadas de antemano (de un encierro a otro), la noche porteña se despliega en un abanico de posibilidades. Ninguna logística previa determina los desplazamientos. Nadie depende de nadie y cada cual es responsable de sí mismo. En Buenos Aires uno puede saber con quién llega a un lugar pero no con quién se va. A nadie se le ocurre pedir que lo lleven a ningún lado y nadie se siente responsable de devolver a nadie. La gente simplemente se encuentra en los espacios sociales. Esto origina una suerte de individualismo hipócrita en el que cada cual finge andar por su cuenta, o encontrarse por obra del azar. Así como los individuos se juntan en la noche, así mismo, con la facilidad que ofrece la apertura de la superficie, se dispersan. La experiencia de la noche porteña no es propicia para la amistad, ni teje vínculos afectivos. La extraordinaria libertad que ofrece tiende al solipsismo, y en ese sentido sí, podría decir, Buenos Aires es una ciudad que se presta al vagabundeo, al peregrinar solitario y fantasmal por las calles, a esa presencia ausente del flâneur.
Planta baja
Por último, de regreso del viaje vertical, antes de salir del ascensor, el yo se detiene frente al espejo de la cabina a escudriñar en los agujeros que dejaron las termitas en su rostro. Piensa en la “amenaza de irrelevancia” que asedia a las literaturas del yo. Piensa en esa maldita limitación narcisista, tan antigua como la epistemología, que impide abordar nada sin la mediación de aquella subjetividad agujereada. Luego piensa en la “mirada testimonial” de la que habla Chejfec, en la zona intermedia entre objetividad y subjetividad que descubre en la cámara de Bela Tarr, y en cómo ello irradia una interpretación sobre su propio procedimiento. Piensa, en definitiva, en el ascensor como una experiencia de la suspensión, pero sobre todo autoreflexiva. Al fin y al cabo, ¿qué es el ascensor sino una capsula con un espejo? Teoría del ascensor es eso: una capsula suspendida en la que ningún yo exiliado puede dejar de verse, y menos si es venezolano. 
 


Thursday, August 29, 2013

Presentación Modo linterna, de Sergio Chejfec

El texto con que Sandra Contreras presentó Modo Linterna de Sergio Chejfec, en Oliva Libros.  Rosario, jueves 4 de julio de 2013


Del libro de Sergio Chejfec que hoy presentamos y que, a falta de una imagen mejor podría describir por el momento, aunque probablemente después me refiera a las dificultades de su aplicación en este caso, como una colección de iluminaciones profanas –de personalísimas y heterodoxas iluminaciones profanas-, me atrajo de inmediato su título: Modo linterna. Tal vez porque presentía allí de entrada la expresión de una de las síntesis probables de esa larga exploración que el mundo imaginario de Chejfec viene desplegando sobre sus posibles vínculos con la técnica; o porque, más precisamente, me parecía percibir allí un indicio de que ese vínculo estaría fundándose en unos usos desviados, o secundarios, o suplementarios, de los artefactos que se tienen a mano, usos en los que se intuye algo de desacople y también el recurso a auxilios provisorios en situaciones de emergencia.

Pero apenas comencé a leer el primer relato, y luego el segundo, aparecieron con fuerza, definiendo de inmediato su atmósfera envolvente, imágenes de luz superpuesta a la oscuridad: estaban ahí los “paisajes de ventanas iluminadas e insomnes que se distinguen en los edificios a oscuras mientras un auto avanza solitario y rodeado de sombras por las calles de una ciudad dormida; o, por ejemplo, la extraña hilera de aviones pasando por la noche de Donaldson Park, como “cabinas encendidas de un gigantesco sistema funicular”, que resaltan los “macizos de oscuridad” formados por los árboles.

Recordé entonces la impresión que 20 años atrás me había provocado el cuadro en el museo y pensé enseguida que el modo linterna de Chejfec podía ponerse al lado de las dos luces de Magritte, contiguo a esa simultaneidad del cielo diurno con la noche cuya incoherencia, convincente sin embargo como una evidencia, nos pone de manifiesto, al cabo de unos segundos de mirar la escena, y como un cuerpo extraño, la luz eléctrica del farol. Claro que lo insólito del encuentro, que el absurdo del surrealismo pone de manifiesto, a través de sus dibujos marcados, para hacer visible una grieta en la representación, es un efecto por completo ajeno a la percepción y a la sensibilidad de esta literatura. ¿Chejfec surrealista? Sería un disparate. Pero el poder de asombro y de admiración que Magritte encuentra en la evocación del día y de la noche y que designa con el nombre de poesía, así como su poética de la pintura como medio para revelar ideas, siempre que la idea se haga visible “preservando la provocación irresistible del misterio”, me habilitaba o, mejor, me invitaba a sostener, al menos a conjeturar durante un rato, la hipótesis de una contigüidad, de una vecindad, entre esos dos paisajes mentales. Así procede después de todo, me decía, el arte de Chejfec: por suscitación de encuentros empáticos. La frase que el ensayista había subrayado unos años atrás para pensar el brillo en la oscuridad de Di Benedetto, y que decía: “Era la hora secreta del cielo: cuando más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira.”, parecía resonar en la serie como una confirmación.(1)

Con todo, el tercer relato, del que procede el título del volumen, revelaba que el modo linterna se refiere a la luz –“minuciosa y abstracta”, piensa su portador- con que el celular del teólogo ilumina una placa entre las semisombras del segundo subsuelo del Crematorium, para que el narrador pueda tomar la foto del lugar último y duradero de Saer, y cerrar el círculo. No se trataba entonces del misterio de las dos luces –aunque el hecho de haberme enterado, después, de que los juegos infantiles en el cementerio, con su exploración de criptas sombrías y posterior ascenso a la superficie, fueron la ocasión para que la imagen de un pintor entre columnas semiderruidas y cúmulos de hojas caídas le sugiriera vagamente a Magritte la idea de la pintura como un elemento cargado de poder de revelación, me hace dudar de desechar tan ligeramente la intuición de la empatía. No se trataba entonces, decía, del misterio del imperio de las luces sino, quizás de un modo más prosaico, del bonus track de la tecnología que salvaba a la visita de naufragar, dramáticamente diría el narrador, en el peor de los fracasos: la imposibilidad de proceder a la documentación. En este sentido, y como efecto de una serie de desplazamientos sucesivos (la linterna, de por sí un sustituto de la electricidad, que aquí funciona como un uso agregado de la pantalla), el auxilio casi providencial de esta luz de emergencia funciona en la escena menos como la afirmación de una relación finalmente positiva con la técnica que como una iluminación oblicua del vértigo retrospectivo que condensa el drama potencial contenido en el percance, y que, por extensión, tiñe de provisoriedad y de contingencia no tanto a la luz artificial que lo facilitó como al documento mismo.

Y es que éste es uno de los centros de gravedad, en el sentido de un polo de atracción, del volumen: el giro documental de la narrativa contemporánea en “modo Chejfec”. Un modo que, aunque el gusto cada vez mayor por “los libros en que la vida se muestra sin interferencias” se profese como una opción últimamente casi excluyente, remite, creo yo, más que a una vocación, a una urgencia. El novelista documental de Chejfec no es tanto el que escribe para documentar (de hecho el desprecio por las novelas basadas en hechos reales lo define), sino el que, como escritor o como lector y testigo, admite que “de un tiempo a esta parte” necesita, inapelablemente, de unos objetos auxiliares –unas fotos, unas guías telefónicas o unos lugares físicos que respalden las direcciones de esas guías- como métodos de prueba de la ficción. Más que una vocación, una ansiedad documental. Una ansiedad que, producto de una hipotética interpelación –el temor de que “alguien le pida cuentas” y lo acuse de inventar todo lo que escribe-, termina señalando al documento como conducto de salvación. El documento, entonces, como salvataje ante la creciente “sensación de disolución”, ante ese “borde de extinción” hacia el que “la literatura sigue deslizándose” y del que las sillas vacías de unos escritores en la feria serían una de sus últimas señales. El recurso al documento, también y por consiguiente, como índice del poder –y del interés- que ha ido perdiendo la ficción (la obsolescencia tiene siempre en Chejfec la forma de la pérdida de interés, del abandono d atención)

Pero una literatura que no cesa de apelar a los auxilios de emergencia, dispone o, mejor, se inventa, otros expedientes de supervivencia. Así, el disimulo como arma privilegiada para preservar el secreto. En unos relatos en que los personajes se sienten cada tanto “los únicos actores de una obra que no alcanzan a precisar” y en los que el paisaje se convierte una y otra vez en escenario –así, los andenes, trenes, señales, operarios y pasajeros que “parecen sumarse a una desganada puesta en escena” en el subterráneo, o la ciudad que “parece plegada a una impostura deliberada y escénica” de vacío y soledad-, el subrayado teatral, que la literatura de Chejfec viene explorando desde hace unos años y que tiene en La experiencia dramática su modulación específica y más reciente, se convierte en Modo linterna en un postulado hipotético que funciona, no como marco para una exhibición, sino como reconocimiento de la situación en la que somos o podríamos ser observados (el miedo a la examinación como una variante del miedo a la interpelación). Si el narrador de Baroni creía entender que la tensión escénica de las performances de Rafaela transitaba a través de las miradas como vías por donde circulan los flujos de energía, y el de Mis dos mundos veía en los cuadros de William Kentridge el trazo del recorrido de las miradas de los personajes como proyección compensatoria de unos raros comportamientos visuales, el cansancio con que el Martín Fierro contemporáneo de Chejfec, atrapado en el juego silencioso de luces y reflectores, se pliega a un nuevo simulacro prueba que no hay artilugio festivo en la adopción de esta condición escénica –más bien hay en ello una mortificación y hasta una condena- y pone el foco en la exposición muda como única vía posible de transmisión de la experiencia en tiempos de biodrama y teatro documental.(2)

En otra frecuencia, hay además, y en esto reside para mí uno de los mayores encantos del volumen –digo encanto en un sentido literal-, unas escenas en las que el flujo de energía transita en esa rara comunidad que se entabla entre el escritor y unos objetos o unas materias, digamos unos “seres”, revestidos de una poderosa fuerza de atracción o de interpelación. Al otro lado de los animales, que esta vez ofician como interlocutores fallidos, unos objetos solitarios funcionan aquí, con el “resto insondable de los talismanes”, como el enclave de una creencia, de una manifestación, de una revelación. Y el escritor, hipersensible a las señales “intrigantes” que pueden emitir la tierra, o los ruidos de un hospital como resonancias de una “actividad colectiva pero secreta”, se dispone a la hipnosis, a la contemplación difusa, o a la ensoñación meditativa que puede llegar al extremo de creer que está siendo observado, y examinado, por la nieve que él mismo está en trance de contemplar. Sí, es la cualidad aurática que dota a la materia de la capacidad de devolver la mirada y que en Modo linterna es contigua al halo de vida propia que irradian a su alrededor sus formas antropoides, esos muñecos que se esmeran por parecer vivos y con los que a su vez el escritor y los pares de su cofradía entablan una sinuosa relación.

Pero hay otros dos objetos, tan simples y elementales como extraordinarios, que en el comienzo y en el final del volumen subrayan o enfatizan eso que el narrador llama “una extrema sintonía” con el mundo material y se vuelven así el soporte de una “experiencia de plenitud” o de un éxtasis de “comunión”. Son dos papeles, más bien dos papelitos -una bolsa de papel de estraza, abollada, que se recoge del suelo como un residuo, y un pequeño papel blanco, la mínima parte de una hoja despedazada a mano, que cae desde el cielo como “un proyectil inocente pero dirigido”- que el escritor recibe y acoge como los representantes inertes en miniatura que, como un pliegue diminuto, como una ínfima pieza de rescate, o como una minúscula partícula de protesta, le envían la geografía de un país, o la realidad, o la luna abandonada, que así se eligen manifestarse. ¿El escritor como intérprete de las señales del mundo material? ¿El escritor como destinatario de una revelación, finalmente como un medium? Es lo que estamos tentados de decir, empujados por el arrebato de plenitud, por esa “densidad de la experiencia” que se proclama como preámbulo de la escritura. También cuando los objetos resplandecientes de Chejfec nos traen a la memoria aquella hoja que, despojada ya del poema y convertida en puro objeto radiante de peligro, el Matemático doblaba en cuatro y conservaba en el bolsillo del pantalón como “prueba inequívoca de la mañana en que se encontró con Leto en la calle principal y caminaron juntos hacia el sur”. Solo que si la hoja en blanco de Glosa es pariente, por el resto aurático de poema que conserva, de las epifanías estéticas intermitentes que jalonan la caminata, la bolsa abollada en el ascensor de Caracas y el papelito lunar que cae en la calle de Scranton se presentan como los delegados de unas revelaciones que, entre el esoterismo ocurrente y la clarividencia fallida, parecen provenir de un orden previo, como arcaico o más antiguo, que muestra sus potencias de vida en un mundo a punto de extinción. Por esto, es probable que no sea la epifanía –en el sentido joyceano, saeriano- la forma última, o acabada, de esa “extrema sintonía” que acontece en la manifestación. Lo intuye, por lo demás, el narrador cuando presiente, por ejemplo, que la proposición insólita y extravagante que se le ocurre, mezcla de observación empírica y revelación imprevista, lo lleva a ignorar, literalmente, “qué es lo que se está diciendo a sí mismo”. Y por esto, tal vez, la artista popular venezolana, maestra del trance y testigo de lo invisible, es casi la única interlocutora posible para la pregunta sin respuesta que el escritor, devenido de este modo menos el intermediario de un mensaje que la superficie de una refracción, repite: “¿no puedes decirme lo que has visto o simplemente no me has visto?”

Ahora que lo recuerdo, iluminación profana es la categoría que Benjamin usa para valorar la capacidad que tiene el método surrealista de superar creadoramente la iluminación religiosa y de hacer estallar, según una interpretación de los signos de inspiración materialista, las fuerzas que se alojan en el mundo objetual; por extensión, el instrumento que traslada a la historia para interpretar el mundo moderno y sus
fantasmagorías: la ciudad, la arquitectura, los pasajes, la fotografía, el cine. Nada de todo esto, hay que decirlo, sucede estrictamente así en la colección de relatos que, en las postrimerías del siglo XX y comienzos del XXI, se ponen en modo linterna para captar la “belleza melancólica” de instalaciones desoladas y panoramas abandonados, al mismo tiempo que se exponen, como lo testimonia cabalmente Fierro en el teatro, al misterio de una nostalgia indefinida, como indecisa, que ahora “no sabe exactamente a qué zona del pasado adherir”. Algo, sin embargo parece concernirles. Tal vez, la inclinación por la interpretación histórica de ese caminante que conecta ciudades con montañas, naturaleza con cultura, arte con artesanía. A decir verdad, no se le podría negar inspiración materialista. Aunque es cierto también que tendría que encontrar un muy buen argumento, como esos que imagina todo el tiempo el pensamiento conjetural de Chejfec –dicho lo cual me doy por vencida de antemano-, para establecer los nexos de estas iluminaciones profanas con, por ejemplo y si queremos ser estrictos con la ascendencia benjaminiana del concepto, las fuerzas de la emancipación. La mayor dificultad para sostener la hipótesis, sin embargo, podría residir tal vez en lo obsoleta que puede sonar hoy la herramienta conceptual. Me conformo mientras tanto con pensar que el vocabulario demodé quizás no vaya del todo mal con un escritor que se expone como “uno de los últimos rezagados absolutos en la carrera diaria por adaptarse a los avances tecnológicos” y con una literatura que se sabe en trance de sobrevivir.


(1) Ver “Sobre el brillo en la oscuridad
(2) Como una nota a pie, no quisiera dejar de decir que las dudas del Fierro “deshaciéndose en la historia” ante el eventual efecto práctico que podría tener el relato y su testimonio de experiencia, me hizo pensar, otra vez, en la vecindad que podría reconocerse entre la enrarecida poética documental de Chejfec y el modo con que Fauna, de Romina Paula, logra inquietar los presupuestos que hoy damos rápidamente por sentados en relación con el documentalismo en el relato. Sobre todo, me hizo pensar en esa escena en que el hijo, como si dejara de ser Santo, el personaje, y fuera por un segundo Esteban Bigliardi, el actor, le pregunta a la actriz, muy directamente: ¿pero para qué querés contar la vida de Fauna?, a ver, ¿para qué querés contar una vida real? La alta dosis de autenticidad en el interés con que se formula, vuelve a esa pregunta una genuina interpelación que logra desestabilizar por un segundo nuestras prácticas y valores, instalados.

Friday, May 24, 2013

Atractor Extraño

Por Nicolás Maidana.

En los bordes de la literatura argentina reciente sobreviven, sigilosas, ciertas obras que se animan a erigir su pequeño gran proyecto secreto. Pero aunque parezcan microscópicas, solapadas bajo el flujo inabarcable de publicaciones, aquello que osan murmurar desde afuera consigue filtrarse en el interior de esa coraza autosuficiente que simula ser la literatura argentina. Es el caso de los libros de ficción de Carlos Ríos -tres “novelitas” hasta la fecha: Manigua, Cuaderno de Pripyat y el inconseguible A la sombra de Chaki Chan-, los cuales interpelan a la literatura desde una suerte de exilio artificial, un medioambiente alejado de las obsesiones recurrentes con que nos vino acostumbrado la ficción argentina reciente: las variadas formas de neorrealismo suburbano o las poéticas epigonales de los herederos de César Aira (dos ejemplos más o menos reconocibles). A diferencia de aquellos excedentes contemporáneos, la novelística de Ríos irrumpe en el horizonte para oxigenar un poco el panorama a través de otra clase de topografías, otras marginalidades; muy lejos del exotismo aireano (cuyos libros, uno sobre otro, a través de las décadas, se impusieron con la soberbia del que reclamaba para sí un lugar central en el canon, Olimpo del que parece inamovible). Por el contrario, la literatura de Ríos hace existir cuidadosos objetos experimentales. Tal vez sólo con la intención de circunscribir pequeñas zonas, mínimos habitáculos en el interior del cual eso que todavía llamamos ficción pudiera malearse con docilidad.

En el caso concreto de Manigua, asistimos a la travesía de Apolon en busca de una vaca sagrada con el fin de honrar el nacimiento de su hermano, escenificada en un África fantasmagórica, primitiva y apocalíptica al mismo tiempo -trayecto que nos es referido a través de una voz que va alternando entre la primera y la tercera persona-. Una topografía delirante plagada de leyendas, de éxodos tribales, de formas de vida antropológicamente localizadas (kikuyus, kambas, hombres-hormiga, etc.), de fragmentos de ficción que de repente asumen unprotagonismo absoluto (como un primer plano que amenazara con impregnarlo todo: aquella cabeza de roedor gigante que desentierran los ocupantes del autobús en el medio del desierto) sólo para esfumarse tiempo después (la misma cabeza de roedor gigante, esta vez atada al techo de un autobús que se va hundiendo poco a poco en el pantano), son parte de una maquinaria narrativa que evoluciona a través de destellos, como intensidades puras propagándose por el mismo espacio literario que las propicia.

Los ojos van recorriendo esas superficies compuestas por diferentes temporalidades y voces al tiempo que absorben esa escritura lacónica, exacta, que a diferencia del estilo “científico” de Mario Bellatin (con el que, indefectiblemente, se lo ha comparado), no disimula su matriz poética. Por el contrario, la ficción en Ríos se permite hacer evolucionar la frase siempre un poco más allá, hasta que va diluyéndose, como si se deshidratara en mojones episódicos. La arquitectura fragmentaria con que está organizado el libro (una serie de bloques numerados, elípticos), propicia, creo, esa tensión necesaria entre la pulsión atemporal, mítica, de la frase y el carácter autosuficiente de los párrafos, cuya concisión permite circunscribir la lengua y activar esa suerte de chamanismo desmesurado con que la ficción, en algunos momentos privilegiados, no cesa de aparentar que poetiza:

“Mi hermano es una especie de lente a través de la cual se filtra la vida en el desierto, allí donde la magia se ha retirado por ausencia de bosques. Sin su vida, sin sus arrebatos orgiásticos, sería imposible descifrar el mundo y penetrar en el aceite de su gran ilusión”.

Lo vemos, ese fragmento, a pesar de que no sepamos de donde viene ni adónde va, evoluciona hasta ir confundiéndose en una elegía misteriosa, artificial y un poco disparatada, en donde, por supuesto, la frase clave, la que justifica y cristaliza el sentido del fragmento es “aceite de su gran ilusión”, expresión que ilustra con justeza lo singular de esa lengua menor que construye la novela: un compuesto de deshechos, de aleaciones extrañas. Pero a medida que se acumulan los capítulos, uno comienza a interesarse cada vez menos por la suerte de Apolon en busca de la vaca sacrificial y lo que comienza a asentarse es otra cosa: la extraña impresión, mientras leemos, de estar habitando una escenografía, o mejor dicho, una especie de parque temático cuyos lugares, acontecimientos y personajes fueran inventándose sobre la marcha (como ocurre, de forma privilegiada, en la literatura de Cesar Aira, pero restringido a su modo particular, ritualístico). Y al mismo tiempo, la sensación de que esa geografía móvil, expansionista, también estuviera ensimismándose, plegándose sobre sí, a la manera de un loop que retornara cada tanto sobre sus propias obsesiones. Y es así como Sao José dos Ausentes, la ciudadela en donde transcurren la mayor parte de los sucesos, es perdida, es reencontrada, ¿es la misma? ¿Es otra? Donise Kangoro, centro secreto, oráculo anémico, desaparece y aparece todo el tiempo, cambia de función, su naturaleza es sospechosamente ubicua... De modo que esa temporalidad difusa, circular, ese modo recurrente y a la vez digresivo, que actúa bajo el antifaz de una supuesta ficción antropológica, obliga a pensar en el carácter performático de esa narrativa, como si su verdadera naturaleza (o su verdadero comportamiento) se tratase menos de una serie de operaciones para afirmar la autonomía literaria, que de una instalación en el interior de la cual la novelística (en el sentido en que lo piensa Cesar Aira en La luz Argentina: “...yo entraba en la novelística”) deambula todo el tiempo, rastreando zonas de consistencia que la justifiquen: la excusa filial, “el trayecto del héroe”, la vaca para honrar el nacimiento del hermano, la concisión estilística, estructuran la novela, pero no la definen. La ficción, en realidad, parece estar deseando otra cosa, como si tuviera que aguantar todo el tiempo la pulsión interna por salirse de la literatura, por contagiarse de las experiencias que la exteriorizan. Si uno recorre la novela de forma transversal, se dará cuenta de que el universo ficcional, que en un primer momento parecía adoptar la naturaleza atemporal del mito, se va poblando de celulares, de brigadas humanitarias, de ONGs y de cercos sanitarios salidos de algún oscuro documental de cable; de realidades periodísticas crudas y pedestres -en uno de los capítulos irrumpe arbitrariamente una discusión televisiva sobre “si los clanes van a declarar como legal el consumo de carne humana”-, de ciudadelas fantasmagóricas hechas de un compuesto de cartón y plástico -la villa y el supermercado-. Es decir, vamos presenciando, poco a poco, la emergencia de una ficción contaminada, como atravesada de forma constante por los deshechos del capitalismo más arrasador (como si la literatura diera cuenta de aquella frase de Ricardo Piglia: “la ficción sólo es posible sobre las ruinas de la realidad”), fabricando ese cuerpo extraño al que por falta de otros términos seguimos denominando “novela” (novela swahili sugiere, tímidamente, el título). De ahí que siendo extremadamente literaria, Manigua, sin embargo, instale la sospecha de no ser completamente literaria. Una ficción porosa, que deja pasar, que tiene la capacidad de imantar y atraer al interior de sí una cantidad de fenómenos que le son adyacentes, que no le pertenecen del todo, que están como con un pie adentro -la literatura- y otro afuera (¿el mundo, los medios, la cultura, o todo eso junto que constituye el imaginario trash de nuestra época?) Así, al arribar a los capítulos finales se devela esa, su verdadera matriz, oculta bajo los arrebatos fantásticos: la de una representación, o mejor dicho, una performance, un acting público creado para la ocasión: Apolon y su hermano agonizante, en realidad eran actores, perfórmatas guiados por un director-antropólogo. De modo que lo que habíamos leído, la historia del africano, Donise Kangoro, la hija, las ciudades que se deshacen en la palma de la mano, etc... ¡En realidad había sido representado, nos había sido relatado; habíamos asistido, como espectadores tensos, cuando creíamos leer!

(Y en un tercer nivel, en el último capítulo, nos damos cuenta, además, de que los acontecimientos fueron relatados por Apolon para un documental etnográfico, pero esta vez con el signo invertido: un Apolon envejecido nos cuenta un Sao José dos Ausentes como oasis turístico, una utopía del capitalismo en el medio de África, antes de la disolución final)

De modo que experimentos como el de Manigua (y de una manera aún más conceptual, Cuaderno de Pripyat) transforman la novelística en un objeto hipersensible, altamente vulnerable a los impactos del mundo; y no es casual que esta clase de ficciones adopten la forma de la distopía. Pero si, y solo si, le anexamos a esa etiqueta contemporánea las temporalidades primitivas, atávicas, con las que, al mismo tiempo, sueña nuestro presente.

Tal vez por esa, (y por otras razones, por supuesto) ese pequeño librito de sólo sesenta páginas sea el secreto mejor guardado de la década, una suerte de estado de excepción literario que parece delinear, como un grabado, el límite exterior de la literatura argentina escrita en nuestros días.

Wednesday, January 05, 2011

Mártir de la homonimia

Por Max Gurian

A la Mujer Maravilla, ícono televisivo de fines de los 70 y comienzos de nuestra infancia, no se le conoce descendencia directa y, sin embargo, su lazo mágico ha concebido, desde entonces, un sinnúmero de reivindicaciones de género y no menos imputaciones sexistas, haciendo gala, para ello, de un atuendo de traza yanqui que la moda actual sólo admite en cumpleaños de un dígito, en inventarios de pornoshop con licencia para el comercio kitsch o, cual efecto de realidad, en las emisiones de cumbia sabatinas. Tan etéreas y evidentes como el avión de esta heroína impar, dos mujeres son el vehículo inconsulto de las pasiones puestas en juego por la comunidad de hombres que puebla La comemadre. Menéndez, Jefa de Enfermeras del Sanatorio Temperley, es el mudo objeto de deseo del cuerpo médico a cargo de la institución, grupo contemporáneo de las rimas modernistas de Leopoldo Lugones y adepto, como él, a las fuerzas extrañas, la depuración de la raza y el suicidio ritual. La académica Linda Carter, en cambio, será, un siglo más tarde, apenas un año atrás de acuerdo al calendario vigente, centro de mofa y estrategia crítica de un artista plástico local con pretensiones cosmopolitas. Ambas mujeres asistirán, desde el escenario o en un palco lateral, a las metamorfosis amorosas del Doctor Quintana y del joven creador sin nombre, voces cantantes de la narración que se empeñan en mezclar el registro de sus propias mutaciones con la descripción paciente de los experimentos límites que realizan con los otros.

Quiero hacer mía la queja que la doctoranda extranjera formula a modo de presentación en la novela. Dice (y cito): “Soy una mártir de la homonimia” (97). Como recordarán, Linda Carter es, de hecho, el nombre de la actriz que encarnó a la Mujer Maravilla en la serie mencionada, pero no así –hay que subrayarlo– el otro nombre del personaje, que sigue, a pie juntillas, la lógica identitaria dual de los superhéroes: para los amigos del barrio, entusiastas del olímpico Pierre Grimal, su nombre era, simplemente, Diana. Es en esa brecha constitutiva entre nombres y cuerpos, ya advertida, desde el título mismo de la publicación, en el anuncio de la revista Caras y Caretas que da cuerda y tono a la fábula de La comemadre, que Larraquy habrá de indagar, corrosivo, los modos de construcción de toda genealogía.

Si traigo a colación el drama nominal de la tesista norteamericana, conflicto de neto corte cartesiano –permítanseme la cacofonía y la insistencia en el dilema onomástico, cuestiones no ajenas a la biografía del mismo Roque–, si traigo a colación este drama, entonces, no es sólo por rigor hermenéutico ni por solidaridad corporativa con la compañera docente, sino mas bien porque un puñado de amigos del autor, reunidos todos aquí en la sala, hemos visto usurpados nuestros apellidos y nuestras miserias y endilgado el conjunto, con leves variantes, al elenco estable de la novela. Cada cual hará, en la circunstancia y modalidad que le resulte oportuna, la propia recriminación al escritor y a su impertinencia. En mi caso, el Doctor Gurian, miembro del coro médico, deja al descubierto mis cualidades más encantadoras: ampuloso y parco a la vez, en desacuerdo constante con los compañeros y sus propósitos y resultas, cínico por principio y hasta el fin. Como único atributo digno de mención, debo reconocer, mi otro yo cumple con eficacia la tarea de lector público de los protocolos experimentales del sanatorio, y lo hace con una dicción impecable que no puedo sino envidiarle, producto quizás de la biomecánica de su dentadura postiza, artilugio que no se priva de exhibir fuera del recinto de su boca y con el cual, digerido a medias el asado, mantiene conversaciones inefables.

Semejante afrenta, creo, me habilita a comentar sin reparo alguno las acciones perpetradas por mis colegas imaginarios y su instigador sajón, Míster Allomby, dueño y señor de la clínica bonaerense. Es éste quien les entrega a sus subordinados un documento, de procedencia desconocida y dudosa traducción, sobre la experiencia laboral de los verdugos europeos. Síntesis del documento leído: reflexión centenaria sobre una disciplina ejemplar. Ejemplo cabal de técnica, jurisprudencia y economía de recursos. Deontología paso a paso para una carrera exitosa y sin culpas al pie de la guillotina. Tratado de filosofía del derecho con apostillas piadosas en torno a la última visión de los condenados. Todo esto, y mucho más, puede leerse en esas pocas páginas, páginas que demuestran el talento presocrático de Larraquy para persuadirnos de la cientificidad de, diría, casi cualquier cosa y, más aun, para hacernos creer, a los legos y a los alópatas ficticios, que comprendimos, sí, que fuimos capaces de comprender los axiomas de partida, el razonamiento rector y la conclusión de llegada. También, por cierto, puede leerse ahí una idea descabellada defendida con celo por la praxis de los ejecutores: toda cabeza cercenada, afirman, tendría unos cuantos segundos de sobrevida. (Nótese, entre paréntesis, el cariz familiar y tradicionalista del escrito: es el legado de verdugos padres a hijos verdugos, un pasaje de postas que la novela, con admirables piruetas, reproduce entre sus dos historias, sin dejar de postular un entramado de ascendencias insospechadas.) La lectura argentina del texto foráneo, por ende, da rienda suelta a la voluntad de lucro profesional y monetario de los atentos escuchas; y estimula la competencia viril entre Quintana y su némesis, el memorable Papini, frenólogo aficionado y pretendiente de la fantasmática Jefa de Enfermeras.

Lejos de Hipócrates, en las inmediaciones de Lombroso y muy cerca del Petiso Orejudo, los médicos entienden que la mejor manera de prevenir la muerte de los pacientes terminales es adelantar su inminencia, y darles un empujoncito hacia el más allá. Se trata, en suma, de cortar cabezas, y a ver qué pasa, che. Considerando que tienen los propios cuellos a resguardo gracias al almidón de sus camisas, los facultativos se lanzan a la busca de cancerosos. Con el arpa en una mano y el estetoscopio en la otra, no encuentran demasiada resistencia en los dolientes. Apunta, al respecto, Quintana en su diario (cito): “La mayoría se deja convencer porque intuye un desafío científico argentino de dimensión mundial, y en esta efusión de patriotismo entregan el cuerpo. El clima de gesta favorece el sí fácil” (63).

Aleccionados, supongo, por el chauvinismo previo al primer Centenario, enardecidos por la literatura fantástica del Doctor Eduardo Holmberg, y munidos del imprescindible saber acerca del funcionamiento de la glotis que Wilde (también Eduardo y doctor) había desplegado en su tesis sobre el hipo décadas antes, ¿qué más cabía esperar de estos individuos? ¿Pruritos éticos? ¿Sentimientos humanitarios? Sea como fuere, cuando la pseudociencia del viejo continente llega a la pampa bovina y cuchillera se transforma, sin remedio, en “cosa ‘e mandinga” o en tecnología de punta, pero nunca permanece igual. En un país sin reyes ni sumos pontífices, la guillotina abandona la vertical y se recuesta sobre sí con cierta indolencia, y hasta con un sesgo democrático. El uso capital del suplicio francés deviene aquí un artefacto que tiende al gasto improductivo y cuya verdadera finalidad se ignora. De hecho, a pesar del entusiasmo general, la pesquisa metafísica propuesta tiene, en lo inmediato, resultados triviales. Las cabezas parlantes de los pacientes degollados sólo pronuncian, en los casos en que no se llaman a silencio, frases sin carga esotérica o meras palabras de circunstancia, dejando en evidencia, como mínimo, el contraste entre lo percibido y lo enunciado. El fracaso, se verá, tendrá su redención narrativa en la siguiente sección de La comemadre. En esta, entre otros dividendos colaterales, nos remite a la flamante invención del cine y busca descubrir, a través del corte de cabezas en serie, la velocidad exacta para producir la ilusión del movimiento realista en la pantalla; o nos deleita, a su vez, cuando Larraquy, con la elegancia que impone la locación y su notable pericia para el deslizamiento metonímico y el usufructo incesante de los elementos de la fábula, transfigura las consabidas cuchillas en patines para hielo en una multitudinaria escena de amor y de escarnio situada en el Palais de Glace.

Retengamos por último, de este primer relato de La comemadre, el esbozo de una teoría ontológica ligada a la falta, aventurado por Papini y consignado por Quintana (cito): “La hipótesis es que somos porque no somos todo lo que podríamos ser. Dicho de otra manera, señor director, el ser se funda en su falta de variedad, que es casi lo mismo que decir que existimos en y por el error” (82).

La segunda parte de la novela es mucho más breve, como conviene al mundo contemporáneo, puro vértigo y simultaneidad. No obstante, al igual que la anterior, aúna cortejo fúnebre y cortejo amoroso en el retrato de un artista adolescente fascinado por los espejos y la cópula homosexual. Mezcla, en partes iguales, de niño terrible y niño cobayo, el protagonista descubre pronto su excepcionalidad: posee talento gráfico para la reproducción de pinturas canónicas o miembros de la anatomía humana, y también una precoz capacidad para la ignominia. A los seis años, ante las cámaras de televisión de Canal 9, copia sin esfuerzo el Cristo de Mantegna en posición decúbito prono –un Cristo muerto–, y le hace, con idéntica maestría, un tacto rectal al niño canadiense que pretende llevarse los laureles catódicos en pugna. Con la adolescencia llega la obesidad, el deseo de inscribir su nombre (nunca pronunciado) en la piel de los otros, y la decisión de (cito) “dar vida al monstruo” (102). No se trata ya de medir y controlar la diferencia orgánica de posibles seres atávicos –prerrogativa de la clase dominante que inquietaba al Doctor Papini–, sino, por el contrario, de producir ese malestar clasificatorio, el desvío que pone en jaque la norma y la relación entre lo mismo y lo otro –estrategia de supervivencia viral de los estamentos sin medios–. Toda la biografía estética del joven y su relación erótica con los partenaires Lucio y Sebastián es una exasperación de la noción de doble que habrá de tornarse triple y única, como la santísima trinidad, en una vuelta de tuerca final.

Si hay algo monstruoso ¬–y lo hay– en la novela de Larraquy, no es tanto la sucesión de escenas de matarife ni la inmoralidad de los protagonistas sino la anomalía atribuida a todo origen, a toda creación, a toda identidad. La problemática se halla inscripta, desde el vamos, en la doble nomenclatura del término “comemadre”, tanto en el neologismo español como en sus vertientes siamesas anglosajonas (motherseeker y momsicker; 139), denominación paradójica que el narrador traduce como “buscamadre” y “enfermami”, respectivamente, y que no escaparía a la sagacidad filológica de Linda Carter. La múltiple denominación, por supuesto, responde a una indeterminación estructural, a la doble entidad biológica de la comemadre, perteneciente tanto al reino animal como al mundo vegetal.

La novela tiene, en resumen, dos modos de tratar la materia: el corte y la disolución. El primero remite a la guillotina y a lo quirúrgico; el siguiente, a los efectos químicos del fuego, a la implacable dieta sin carbohidratos y a las larvas de la comemadre. Lo que persiste, pese a todo, son los restos, las reliquias, los cadáveres y, en primer lugar, la lengua. De allí que se insista en la continuidad de los significantes desde la primera página. De los dúos galácticos imaginados por el pensamiento moderno, el tándem Saussure-Parravicini no deja de asombrar por su alto grado de perversión. Los epígrafes de la novela profetizaban ya el regreso triunfal, en esta segunda historia, de todas y cada una de las frases postreras que escuchamos de boca de los donantes. La comemadre es así una novela escatológica: indaga con ironía sobre el fin del hombre y de lo humano y lo hace, como corresponde, desde el cuarto de baño. Escatología por demás innovadora dado su proselitismo por la asepsia. Tarea para el hogar: identifique el lector las escenas que transcurren en baños y medite sobre su relevancia para el desarrollo de la trama. Algunas pistas, y sólo algunas: Papini localiza la diferencia femenina –su amenaza– en el uso arcano del bidet; hay quien descubre en ese cuarto las bondades del dulce de leche y quien intenta matarse ahí, durante la década infame, a punta de pistola; otros lloran y confiesan sus pesares a terceros.

¿Qué se transforma y qué subsiste en el pasaje de un siglo (1907) al otro (2009)? Con la lógica proliferante del cáncer, se retoman aquí los elementos ya empleados y se los vuelve a replicar una y otra vez. De la tentativa cientificista por atisbar el sentido del más allá pasamos a la mutilación como espectáculo y a una seguidilla de instalaciones grotescas y pop que olvidan el virtuosismo artesanal de la infancia y sacan provecho del escándalo mediático y de las regulaciones impuestas hoy por el mercado del arte. Pero ¡atención!, aun en este contexto, el descaro tiene límites claros de antigua cepa: la exposición anatómica de articulaciones humanas en las diversas obras concebidas por el artista coincide, de manera peculiar, con el retaceo de la imaginería sexual e, incluso, con un pudor sentimental exacerbado.

Tendrán presente todos el clásico truco “La serruchada”: una mujer, bella o con brillantina en los pómulos, se adentra en un receptáculo hermético de la mano del mago de turno y sonríe ampliamente mientras el hombre examina cerrojos, ajusta compuertas y blande un serrucho. El corte por la mitad es exacto y cada parte se exhibe como un todo. La novela procede de igual forma pero omite la catarsis final que la audiencia espera: las secciones de la caja no vuelven a juntarse y sus dimensiones y caracteres habrán de ser, fatalmente, distintos. El éxito de la empresa, me parece, reside, en efecto, en dejar las partes al descubierto para barajar y dar de nuevo, y volver a cortar, mediante una mixtura de géneros inusual en la literatura argentina reciente.

Y como creo percibir, de hecho, la sombra de una cuchilla en la nuca, anunciando mis últimos segundos, nada más diré sobre el destino amoroso y experimental de los protagonistas: deberán adquirir el libro y leerlo por cuenta propia. Pero dado que mi homónimo es un hombre docto que quedó, en la divisoria de aguas, del lado del mal, quizá no sea yo la víctima propiciatoria que cabría esperar esta noche sino, claro está, ustedes, los futuros lectores que se han acercado hasta aquí, dóciles y sin bufanda, para gozar del melodrama cáustico compuesto por el autor. Hago a un lado, entonces, el dedo censor de mi doble y dejo que la dentadura postiza que se me atribuye aplauda sin cesar sobre el escritorio, mientras me dispongo a ver cómo ruedan las cabezas y repito, para mis adentros: “¡A ver esa magia, Larraquy!”.